Rafael Heiber
Fuente: Rebelión
Ya afecta a casi la mitad del planeta. En pocas semanas, el COVID-19 se ha transformado en pandemia, forzando parálisis y confinamientos antes impensables. Desde entonces, han dado comienzo una serie de debates sobre los posibles paradigmas de una nueva normalidad y sobre la urgencia de “otra” globalización. En la mayoría de los casos hablamos de retóricas reformistas que utilizan reflexiones maduradas ya hace décadas en los circuitos intelectuales contra-hegemónicos; en otros, de preguntas sobre la regulación de las nuevas tecnologías y de su papel en un nuevo contrato social, que dejan una brecha de incertidumbre: ¿estamos camino a un mundo más solidario o más autoritario?
Los primeros estudios avalados por la comunidad científica, nos permiten afirmar que la humanidad ha tenido suerte. La pandemia se debe a un virus mucho más temido por su capacidad de propagación que por su letalidad. Si tantos de nosotros permanecemos en cuarentena no es sino para evitar el contagio simultáneo de toda la población, para mantener la máxima normalidad en los sistemas de salud de modo que puedan atender tanto los casos más graves de COVID19 como las demandas rutinarias. Ningún gobierno condiciona el programa de restablecimiento del cotidiano a la fabricación de una vacuna.
Además de los factores demográficos, urbanos, culturales y socioeconómicos, se ha hecho patente que la intensidad de las actuales privaciones sociales y la parálisis económica es proporcional al sometimiento de los sistemas de salud a las normas de la administración de empresas. Quedan en evidencia los límites del aclamado dinamismo global, ahora incapaz de ofrecer insumos hospitalarios adecuados al 5% potencial de la población con los síntomas más agudos de la enfermedad. La incapacidad de las zonas ricas del hemisferio norte para hacer frente al repentino número de enfermos (Lombardía, Madrid, Nueva York y otras) sólo prueba que estos sistemas de salud funcionaban perfectamente, de acuerdo con sus directrices administrativas. Erróneos son los principios de mercado aplicados a las esferas que escapan a su competencia. Suecia, un ejemplo tradicional de estado de bienestar, se consideró preparada para abstenerse de imponer la cuarentena. Dentro de unos meses, una comparación de circunstancias con sus vecinos nórdicos, más cautelosos, pondrá de relieve los grandes equívocos globales de los últimos decenios.
Es demasiado pronto para saber si esta pandemia abrirá nuevos horizontes al mundo; si suspenderá definitivamente el último modelo de normalidad, o si el status quo volverá mañana al business as usual. En resumen, a un mundo de acumulaciones injustificables, regulado con una mezcla de fantasía meritocrática, Estado fagocitado y caridad funcional. Lo que es seguro es que este cortocircuito precipita la tendencia geopolítica en curso -que comenzó con la guerra contra el terrorismo de Bush y se coronó con la llegada de Trump a la presidencia- a favor de China y en detrimento de los Estados Unidos; una tendencia amenazadora para un proyecto europeo casi en bancarrota, y temeraria para regiones como América Latina y África.
En Brasil, donde el presidente despidió a su ministro de salud por defender la cuarentena, la pandemia plasmó en el vocabulario político un nuevo término notorio: pandemonio. Es el resultado de la actitud prejuiciosa, oscurantista y subordinada de Jair Bolsonaro a los intereses de su homólogo Donald Trump, que borró del mapa la altivez de la diplomacia brasileña y dio al ultraliberalismo el control total de las políticas públicas. Ya en 2016, este mismo sector llevó a Michel Temer a la presidencia y aprobó la reforma fiscal que los congresistas de la oposición llamaron “el PEC de la Muerte”. El gasto ya insuficiente en salud, ciencia y educación fu congelado cara a los próximos veinte años. El actual gobierno ha avanzado con esta doctrina de Estado Mínimo, realizando privatizaciones perjudiciales para el patrimonio de los ciudadanos y una reforma de las pensiones que ha mantenido los privilegios tradicionales de los militares y de los altos cargos públicos, siempre en detrimento de la masa empobrecida, para garantizar el flujo de capitales a las rentas financieras. El apoyo oficial del gobierno a los incendios forestales y al exterminio de los pueblos nativos fue, a nivel internacional, la cara más visible de un gobierno cuyas amenazas traspasan fronteras.
La infinita negación por parte de Bolsonaro de los riesgos del SARS-Cov2 coloca ahora al Brasil a las puertas de un verdadero genocidio residual, el riesgo de dejar morir a cientos de miles de “subciudadanos prescindibles” que no tendrán ni ayuda ni despedida. Jair Bolsonaro apuesta por que la mayoría tampoco se convertirá en estadísticas. Aunque nos enfrentamos a un virus extremadamente democrático, en la república más desigual del planeta, la asistencia sanitaria es aristocrática. El viaje del SARS-Cov2 por el país lo confirma: traído por turistas adinerados que regresaban de Italia y los Estados Unidos, ha hecho de un portero y de un limpiador doméstico sus primeras víctimas.
En el sentido más hegeliano, Brasil ha alcanzado el tercer y último movimiento de su propia dialéctica. En su primer acto, el conservadurismo como tesis; fruto de una sociedad colonialista, relacional, aristocrática y desigual. En el segundo; la vulgaridad como antítesis, a través de la instalación de un modelo neoliberal, de individualismo alienante y subjetividad narcisista. Una antítesis que no niega la tesis, que la absorbe y la asimila hasta que la contingencia permite el tercer acto: la barbarie como síntesis de la dialéctica brasileña. La barbarie representada por el reaccionarismo, el fanatismo neopentecostal, el anticientificismo, la necropolítica y las nuevas lógicas de desinformación; que refuerzan la ignorancia, el resentimiento y la iniquidad de quienes, activos como nunca antes, hicieron de Jair Bolsonaro su máximo representante, también llamado “el mito”.
Bajo el modelo neoliberal aún vigente (el adoctrinamiento de Hayek y Mises ha funcionado eficientemente desde Thatcher y Reagan) es el odiado Estado el que sale con sus recursos más sustanciales a rescatar a los bancos y al mercado financiero. En este caso, invariablemente lo hace bajo justificaciones simplistas y capciosas. Al pueblo le bastó un anuncio troyano: más autonomía para que el Banco Central proteja la economía. Esto significará la transferencia directa de doscientos mil millones de dólares del Tesoro Nacional a los banqueros. Una vez más, el control en manos de representantes del gran capital privado, seguidores del mantra que convierte toda crisis en oportunidad. Para los ciudadanos sin sustento durante la pandemia, la oferta del ministro Paulo Guedes era de 40 dólares al mes, que los congresistas de la oposición elevaron a 120 dólares.
Como se esperaba desde que dio comienzo el actual gobierno, la mayoría de la derecha pseudo-civilizada y oportunista, abandonó Bolsonaro. La llegada de la pandemia ayudará a este peligroso grupo de políticos, empresarios y periodistas a afianzar una amnesia colectiva y a desconectarse de su antiguo hospedero. El capitán Bolsonaro se queda con un gabinete comandado por sus hijos, con el apoyo de la bancada evangélica y con la tutela de los generales, que ejercen un gobierno militar de facto.
Si el golpe a Dilma Rousseff abrió la Caja de Pandora, esta pandemia amplificadora del pandemonio podría decretar su cierre. En 2018 era razonable esperar que Bolsonaro no terminaría su mandato. Hoy en día, está claro que puede que no cumpla ni la mitad. En menos de un año, se han sumado sospechas incómodas a desavenencias políticas: el asesinato del capitán Adriano, condecorado oficialmente por la familia Bolsonaro y presunto asesino de Marielle Franco; la desaparición de Fabrício Queiroz, principal asesor de la familia Bolsonaro en Río de Janeiro, conocido por dirigir milicias en la ciudad y por hacer depósitos en la cuenta de la actual Primera Dama; el súbito infarto del ex aliado y recién opositor político, Gustavo Bebbiano. Hechos que sólo se suman a las viejas prácticas de corrupción y desprestigio acumuladas durante casi tres décadas por la familia Bolsonaro en el poder legislativo del país. La figura política de Bolsonaro es síntoma y pasará, pero las causas permanecerán: el reaccionarismo incorregible, el fundamentalismo en ascenso, la élite innoble y el lawfare como herramienta de manipulación política. Cualquier intento de refundación republicana deberá enfrentarse a estos enemigos de la democracia y llevar a cabo un profundo examen de los fracasos acumulados durante las últimas cuatro décadas de ejercicio democrático.
Para la comunidad global, la pandemia es también una oportunidad para reconstruir sus principios y luchar contra sus mitos. Uno de ellos, el mito liberal absolutista que exalta los logros de una modernidad triunfante, hecha posible por la indiscutible acumulación exponencial de haceres y saberes. Sin embargo, ignora las alternativas del deber-ser del mundo que dicho capital cognitivo haría posible, pues se lo transforma en poder y espacio de dominación. A finales de 2020, las muertes por accidentes de tráfico y por la contaminación atmosférica de los automóviles serán más altas que las muertes por el SARS-Cov2. Esta estadística se ha repetido durante décadas, pero la vida sigue astutamente programada para que la mayor cantidad de gente posible dependa del coche y lo desee. Cuando el calentamiento global o la desigualdad estructural causen un nivel de excepcionalidad similar al de esta pandemia, será demasiado tarde para encontrar una alternativa.
Rafael Heiber es geógrafo y doctor en sociología y CEO y cofundador del Common Action Forum (CAF).