Pensamiento Crítico

La pandemia, comienzo del siglo XXI

Sergio Federovisky

Fuente: Rebelión

El mundo del siglo XX, nacido de la Revolución Industrial y la idea de progreso sin límites, terminó el 11 de marzo de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud catalogó al Covid-19 como pandemia, sostiene el actual viceministro de Medio Ambiente de Argentina Sergio Federvosky, que acaba de estrenar su documental “Punto de no retorno”. En esta nota, Federovisky advierte sobre el agotamiento del modelo ambiental actual y se mete en la discusión entre ecologistas y desarrollistas.

¿En qué momento pierde, o perderá, sentido la veneración del crecimiento económico en tanto se pretenda seguir concretándolo según los estándares vigentes de progreso? ¿En qué momento la pandemia actual, y las futuras, impondrán un debate respecto de la inviabilidad de perseguir el desarrollo de acuerdo con la anómala matriz de relación entre la sociedad y la naturaleza que arrastramos desde hace doscientos años?

No basta conciliar en un término medio el cuidado de la naturaleza con la renta financiera o la preservación del ambiente con el progreso. En este tema los términos medios son solo una pequeña demora en el derrumbe. Simplemente se trata de redefinir el progreso”. La frase no es de un fundamentalista verde, como le gusta al progresismo productivista estigmatizar en la actualidad a los que defienden el derecho a buscar otro modo de explotar los recursos, producir bienes y consumir. La frase es del Papa Francisco en su encíclica Laudato si.

El calentamiento global, en los hechos, plantea la misma opción de hierro que la que vivimos con el coronavirus: la salud de la población y del planeta versus la economía capitalista de mercado. Justamente, el Papa señala que “el ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos de mercado no son capaces de defender”.

Sin vuelta atrás

Este planteo recorre el documental “Punto de no retorno”, que acabo de estrenar (1). La idea de “Punto de no retorno” debe interpretarse en sus varias acepciones. Climatológicamente hablando, el punto de no retorno es un concepto que deriva de la dinámica de los ecosistemas y que constituye el clivaje para el calentamiento global. Es el umbral tras el cual nada, por más que se lo intente de todos los modos esperables y posibles, vuelve a su situación anterior. El cambio climático, ese proceso que estamos transitando y cuyas consecuencias ya estamos padeciendo, atravesará un punto de no retorno si se supera un umbral de 1,5 grados centígrados en la temperatura promedio del planeta, según señaló el panel de expertos que asesora a Naciones Unidas. Nadie sabe cómo será el clima cuando eso haya ocurrido, presumiblemente en los próximos quince o veinte años, es decir mañana.

“Punto de no retorno” remite también a las imágenes que nos deja la pandemia, una calamidad directamente relacionada con el desastre ambiental provocado por el vigente modelo económico, de consumo, de explotación de los recursos. No volveremos a ser los mismos, tampoco en términos ambientales, que éramos en marzo de 2020: el coronavirus nos empujó violentamente al siglo XXI, una época en la que -según nos informa el gen que portan los jóvenes- el progreso no se obtiene desollando viva a la naturaleza.

Por último, “Punto de no retorno” supone, paradójicamente, un punto de partida. Como se dice en el documental, el punto de no retorno no es el fin del mundo, sino el fin del mundo tal como lo conocemos. El escenario ambiental actual implica que arranca otro mundo, más vulnerable, más inestable, más impredecible. Y la humanidad deberá adaptarse a ese nuevo escenario. Es decir, un nuevo punto de partida. El asunto es hacia dónde.

Mundo Covid

El Covid-19 y el cambio climático son dos caras de una misma moneda: el deterioro ambiental creciente. Tres enseñanzas deja -o debería dejar, si somos capaces de aprehenderlas- la pandemia.

¿De dónde viene? Más allá de especulaciones geopolíticas acerca de la fuga del virus de un laboratorio de Wuhan, de lo cual hay tantas evidencias científicas como del terraplanismo, se trata de una nueva zoonosis, de esas que cubrieron gran parte de la agenda sanitaria de las últimas décadas. Vaca loca, gripe aviar, fiebre porcina, Ébola, Sars, VIH. Todas expresiones de alguna mutación eventual de un virus que “salta” de su confinamiento en los ámbitos de ciertas especies o ecosistemas hacia la especie humana. Sin el avasallamiento de ciertos ambientes, sin la “conquista” y destrucción de determinados ecosistemas, y sin forzar el vínculo innecesario con ciertas especies silvestres la zoonosis, en tanto infección a los humanos procedente de los animales, esto sería mucho más improbable, como demuestra la concentración de estas epidemias en este último y corto espacio de tiempo. Y sin la brutal industrialización de la “fabricación” de animales en serie para su consumo (desde factorías de salmones hasta granjas de hacinamiento de pollos) la probabilidad de ocurrencia de este “salto” viral hacia los humanos descendería drásticamente.

La naturaleza “regresa”. ¿Qué pasa cuando se pone en pausa el modelo de producción y consumo? La primera cuarentena estricta en casi todo el planeta desató la sorpresiva aparición de cielos limpios o animales fuera del hábitat al que los empujamos. La gran sorpresa es: ¿qué nos sorprende? Lo que debiera sorprender, o mejor dicho llamar a la reflexión, es la ajenidad respecto de la naturaleza que hemos desarrollado progresivamente. El desafío intelectual que propone esa irrupción de la naturaleza en nuestras vidas es el de qué hacer cuando la actividad socio-productiva recupere su condición anterior a la pandemia. Y allí pasamos a la tercera enseñanza del Covid.

No es la actividad, es el modelo. En La retórica reaccionaria (2), el economista Albert Hirschmann nos revela con pasmosa contundencia cuáles son las matrices conceptuales prevalecientes en los argumentos automáticos con los que se contrarresta cualquier intento de modificación positiva de la realidad.

En lo ambiental, de manera equivalente, se apela a un discurso catastrofista cuya finalidad es la de desacreditar, o más bien ridiculizar, todo deseo de promover un sistema de producción y consumo menos insustentable. La inercia natural del modelo provoca que, terminada la pandemia, el esfuerzo de los gobiernos (los mismos que en general se presentan como adalides de la lucha contra el calentamiento global) esté enfocado en recuperar el tiempo económico perdido, a como dé lugar. O sea, exacerbando aquello de tomar a la naturaleza de rehén. Y si alguien se atreve a señalar que hay que modificar el modo de extracción de recursos naturales, producción y consumo, aparecerá otro que lo acuse de “querer volver a las cavernas” o de pretender “vivir sin hierro” -si, por caso, cuestiona la minería.

El modo dialéctico utilizado es el de llevar al paroxismo el argumento, desacreditándolo. ¿Las únicas dos opciones son las cavernas o el marasmo? No resulta a priori una opción intelectualmente verosímil y más bien se parece a un chantaje. Porque ocurre que el problema no es la detención de la actividad humana, cosa que nadie está promoviendo, sino que lo que deja al desnudo la zoonosis que derivó en la pandemia es que se trata de un cierto modelo de vinculación entre la sociedad y la naturaleza el que está en crisis. El modelo del siglo XX.

El fin del siglo XX

El coronavirus dejó estas enseñanzas y, al menos desde lo simbólico, parece haber clausurado una época. Eric Hobsbawm aplicó un criterio historiográfico único y revolucionario para determinar la duración del siglo XX. Describe como una etapa histórica coherente al período que va desde la Primera Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín: el siglo XX corto. En algún punto se emparenta con nociones como las de Jacques Lacan o Slavoj Zizek en el sentido de que una época, más allá de su duración, se define por los valores comunes y prevalecientes, que determinan un “piso ético”.

La relación entre la sociedad y la naturaleza adquirió una conformación y, por ende, una percepción determinada, a partir de la Revolución Industrial. “No faltan conocimientos ni poder, pero los éxitos de la moderna agricultura mecanizada y de la explotación de los bosques se obtienen al precio de arruinar en una medida peligrosamente grande el suelo del planeta y cambiando de clima de un modo desfavorable para todas las formas de vida”. Así definía el historiador inglés John Bernal la modalidad según la cual el hombre del siglo XX “irrumpe” y “rompe” el equilibrio anterior con la naturaleza. Es el precio a pagar, agregaba, para obtener el bienestar económico deseado. “Después de cada una de nuestras victorias, la naturaleza se toma revancha”, advertía, intuitivo, Federico Engels.

Más allá de que sea el sistema dominante como triunfador coyuntural de su disputa en la Guerra Fría, el capitalismo es, desde el punto de vista de su propia constitución, un modelo fracasado. Ya lo decía James O’Connor cuando señalaba que en apenas doscientos años, un suspiro en la historia de la humanidad, el capitalismo desfondó sus arcas: puso su capital de trabajo, la naturaleza, al borde de la extinción. Y su capacidad de reproducción al borde de lo imposible: solo le ha quedado el amuleto de la tecnología presuponiendo que es la deidad moderna que lo salvará cuando los límites del crecimiento estén desbordados.

También el Papa, inspirado tácitamente en el francés Edgar Morin, tiene una lectura sobre la fetichización de la tecnología: “Buscar solo un remedio técnico a cada problema ambiental que surja es aislar las cosas que en realidad están entrelazadas y esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial”. Es decir que los problemas ambientales son emergentes de procesos, resultado de múltiples factores y, principalmente, consecuencia de decisiones económicas que diseñan, por acción u omisión, escenarios ambientales posteriores.

A partir de la posguerra, con la matriz de la Revolución Industrial potenciada, el modelo promocionó el hiperconsumo y con ello la explotación indetenible de los recursos naturales, subrayando la tendencia a deglutir el capital natural del planeta. Su contracara histórica, el socialismo soviético, no le fue en saga.

Mientras el capitalismo era intrínsecamente depredatorio de la naturaleza, los teóricos soviéticos, amparados en que su accionar era ineluctablemente favorable a los intereses del pueblo, proclamaban insólitamente que había que “reconstruir” a la naturaleza y “cambiar la geografía” para ponerla al servicio de la humanidad. Los desastres están a la vista.

Ambos sistemas, con la herencia victoriosa del capitalismo, compartían la idea de que el progreso se obtiene a partir de sojuzgar a la naturaleza, de servirse de ella, de considerarla apenas como el reservorio de los recursos que el hombre captura para su beneficio. En los hechos, la propia definición de recurso natural que impuso la economía da cuenta de su sesgo conceptual: son los elementos de la naturaleza que el ser humano utiliza para garantizar su bienestar y desarrollo. El resto, de acuerdo con esa mirada, carece de importancia.

Bienvenidos al siglo XXI

La irrupción de la pandemia, más por su magnitud que por su esencia, impone la revisión del vínculo entre la sociedad y el medio natural. Un vínculo que, aun cuando su enunciación parezca abstracta o lejana, es el que define los pilares del modelo de explotación de los recursos y su posterior consumo. Aquel piso ético que enunciaba Lacan cuando desafiaba a sus contemporáneos a ser coherentes con “el horizonte de la época”, no es igual en el siglo XX que en el siglo XXI. En el siglo XX, el progreso se medía en toneladas de hormigón, en hectolitros de plaguicidas volcados sobre los campos, en cantidad de megarepresas hidroeléctricas y ríos rectificados, en volumen de basura producida en ciudades con habitantes que cada vez consumen más cosas superfluas.

No sabemos todavía cómo será definido el progreso en el siglo XXI. Pero sí ya podemos intuir con alto grado de certeza que no será a través de proyectos que deriven en más hectáreas de bosques arrasadas, en número de especies desaparecidas o en humo que sale de las chimeneas de las fábricas. En este nuevo contexto, el Riachuelo -otrora un síntoma de la pujanza industrial- antes que una aberración ambiental es un anacronismo.

Soy consciente de que muy probablemente seré empujado al plantel de los ecologistas irredentos que no comprenden que el crecimiento necesita divisas y las divisas necesitan exportaciones y las exportaciones necesitan de recursos naturales, renovables o no, pero siempre destinados a ser extraídos a cómo dé lugar (por supuesto, la corrección política moderna añadirá que esa explotación será “sustentable” -sin identificar su significado- y que deberá tener valor agregado local).

Solo diré lo siguiente:

Se acepte o no, la humanidad hoy transita una era cuyas relaciones están determinadas por un modelo insustentable, sin futuro dentro de los límites tangibles de este planeta. La ética de la época, asimismo, impone una transición entre un mundo viejo, de valores arcaicos, antropocentrista, que fundamenta una estructura capitalista irreconciliable con cualquier definición de sustentabilidad, y otro que no conocemos, aunque imaginamos, más sustentable, más “asociado” a la naturaleza y, de ser posible, igual de productivo. Y ante la obvia y descalificadora pregunta acerca de cuál sería el sistema que respete esas premisas y al mismo tiempo satisfaga las necesidades económicas de la sociedad, la respuesta es: no sé. Seguramente nadie lo sabe con certeza, porque las sociedades van diseñando sus nuevos sistemas a medida que los van descubriendo. No sabemos cómo será el modelo que reemplace a éste, pero estamos obligados a encontrarlo.

El siglo XX terminó el 11 de marzo de 2020, en el mismo momento en el que la Organización Mundial de la Salud catalogó al covid-19 como pandemia. ¿Entramos ya en el siglo XXI?

Notas:

1. www.pdnr.fundacionambienteymedio.org

2. Capital Intelectual, 2021

Sergio Federovisky. Biólogo, periodista ambiental, actual viceministro de Ambiente de Argentina, autor del documental Punto de no retorno.

MC

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