Santiago Roura Ferrer
Fuente: The Conversation
Los seres humanos llevamos milenios intentando responder a una pregunta: ¿cómo surgió la vida en la Tierra?
Las primeras observaciones que intentaron desentrañar este gran enigma se remontan al siglo IV a. e. c. Los pensadores de la época intentaban entender qué ocurría cuándo restos de alimentos se cubrían de gusanos en unos pocos días, o cuando aparecían renacuajos en charcas yermas llenas de barro. Ilustres científicos como Aristóteles, Van Helmont y Needham se manifestaron entonces a favor de una sutil fuerza mágica, que consideraban responsable del desarrollo espontáneo de vida donde no la había antes.
Hubo que esperar hasta mediados del siglo XIX para que el brillante químico, físico, matemático y bacteriólogo francés Louis Pasteur, junto a otros reputados científicos, refutara de una vez por todas esa interpretación errónea.
A partir de ahí, el foco de interés se trasladó al estudio de la estructura, composición y dinámica del planeta Tierra. Se descubrieron nuevos datos que apuntaban a que la materia orgánica podía generarse a partir de compuestos precursores inorgánicos (abiogénesis).
Oparin, los volcanes y la vida
Y entonces llegaron las conjeturas de un biólogo y bioquímico de origen soviético llamado Aleksandr Ivánovich Oparin, el primero en sopesar que los 30 kilómetros de espesor medio de la corteza terrestre, formados básicamente por roca de origen magmático, eran prueba de la gran actividad volcánica de la Tierra primitiva.
Así, con tan sólo unos pocos indicios, Oparin expuso en 1924 su famosa teoría sobre los efectos de esa gran actividad volcánica, también conocida como la hipótesis Oparin-Haldane debido a que, simultáneamente, el científico británico J. B. S. Haldane estaba concibiendo una teoría bastante similar. La persistencia de esa actividad durante millones de años habría provocado la saturación en humedad de la atmósfera y la posterior condensación del agua en forma de lluvia capaz de arrastrar moléculas tales como ácidos orgánicos e inorgánicos.
Además, en estas condiciones sofocantes, la radiación ultravioleta y las frecuentes descargas eléctricas producidas por relámpagos y rayos en la atmósfera terrestre habrían generado las reacciones químicas oportunas para formar sustancias básicas para la vida en pozos sobre las rocas calientes.
Para atestiguar este ambiente primigenio de elevadas temperaturas y ausencia de oxígeno y primeros mares prebióticos no hay más que visitar el famoso Grand Prismatic Spring de Yellowstone, el mayor lago de aguas termales de Estados Unidos y el tercero más grande del mundo. En él, la gama espectacular de colores vivos, que van del verde al rojo, es el resultado del crecimiento de bacterias pigmentadas en sus aguas ricas en minerales.
Recreando la Tierra primitiva
Aún tenemos que dar otro salto en el tiempo para ver cómo se demostró la generación de alguno de los componentes básicos para la vida en esa gran charca o sopa primordial de Oparin y Haldane. Viajamos hasta 1952, cuando el profesor de la Universidad de Chicago y ganador del Premio Nobel de Química en 1934 Harold Clayton Urey (uno de los directores del proyecto de la bomba atómica), junto a uno de sus estudiantes de doctorado más aventajados, Stanley Miller, dieron otro paso clave.
Concretamente formaron algunas unidades constituyentes de las proteínas denominadas aminoácidos –glicina, alfa alanina, beta alanina– y trazas de ácido aspártico y ácido alfa aminobutírico a partir de sustancias inorgánicas, es decir, de agua, metano, amoniaco e hidrógeno. Todo ello bajo estimulación con rayos ultravioletas y energía eléctrica.
El experimento consiguió simular a la perfección las condiciones imperantes en la Tierra primitiva supuestas treinta años antes dentro de un conjunto sellado estéril de tubos y recipientes de cristal conectados entre sí.
Cuenta la historia que fue Miller quien diseñó y propuso el experimento que se convirtió en la simulación empírica de los postulados de Oparin y Haldane a su director de tesis. Inicialmente Urey no estaba nada convencido, y le invitó a abandonar su idea por descabellada. Sin embargo, el joven científico prometió que en sólo seis meses conseguiría algún resultado para poder así seguir con su proyecto. Finalmente, ambos consiguieron su objetivo: recrear literalmente un mar y una atmósfera, además de construir un condensador para reproducir la lluvia que se abatía incesantemente sobre la Tierra primitiva miles de millones de años atrás.
Posteriormente, siguiendo el procedimiento y variando el tipo y cantidades de los reactivos descritos por Miller y Urey, se han podido generar otros componentes vitales como ácidos nucleicos y trifosfato de adenosina, la moneda energética que usan los organismos vivos para realizar todas sus funciones. Esta experiencia, junto a nuevos conocimientos sobre el ADN y el ARN, la posible existencia de condiciones prebióticas en otros planetas, el anuncio de fósiles encontrados en meteoritos procedentes de Marte y el reciente descubrimiento de los fósiles termales más antiguos, han impulsado nuevamente el interés por el estudio del origen de la vida.
En resumen, las investigaciones de Oparin y Miller, entre otros muchos, pudieron esclarecer las primeras etapas del largo viaje transcurrido desde los albores de la vida en el planeta Tierra (~3 800 millones de años). Según ellos, la síntesis de compuestos orgánicos fue posible en la Tierra primitiva, pero no de forma espontánea, sino fruto de reacciones químicas muy oportunas.
El estudio sobre el origen de la vida es un ejemplo fascinante de la maravillosa imaginación y pericia experimental que, entre tubos de laboratorio y fósiles, ha conseguido resolver uno de los grandes enigmas para el conocimiento humano.