Pensamiento Crítico

Sobre el «interregno» de Gramsci y la filosofía etnocéntrica de Zizek

Ramzy Baroud y Romana Rubeo

Fuente: Rebelión

Traducido del inglés para Rebelión por Juan-Francisco Silvente

Las profecías se han cumplido y las consecuencias son inevitables: el mundo después del coronavirus será esencialmente diferente de cualquier cosa que hayamos visto o experimentado; al menos, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Incluso antes de que la curva comenzara a aplanarse en muchos de los países que han padecido altos niveles de mortalidad —sin hablar de la devastación económica— como resultado de la libre expansión del COVID-19, los intelectuales y los filósofos habían comenzado a especular, desde la comodidad de sus propios confinamientos, sobre los múltiples escenarios que nos esperan.

La devastación infligida por el coronavirus tendrá unas consecuencias tan drásticas como «la caída del muro de Berlín o la quiebra de Lehman Brothers», tal y como escribió la revista Foreign Policy en un artículo de análisis muy leído titulado ‘How the World Will Look After the Coronavirus Pandemic’ («Cómo será el mundo después de la pandemia del coronavirus»).

Mientras los grandes periódicos y canales de noticias se sumaron al relato de la construcción de los diferentes posibles panoramas tras el paso del coronavirus, Foreign Policy consultó a doce intelectuales y cada uno de ellos ofreció su propia visión de futuro.

Stephen M. Walt concluyó que «el COVID-19 creará un mundo menos abierto, menos próspero y menos libre».

Robin Niblett escribió que es «altamente improbable… que el mundo regrese a la idea de una globalización mutuamente beneficiosa que definió los inicios del siglo xxi».

«Mutuamente beneficiosa» es una expresión que merece un ensayo completo por sí sola, puesto que se trata de una declaración que puede ser fácilmente rebatida por muchos países pequeños y pobres.

Sea como fuere, la globalización fue uno de los puntos centrales de la discusión entre la mayoría de los intelectuales, aunque un elemento crucial de debate fue si la globalización se mantendrá en su forma actual, o bien se redefinirá o quedará totalmente erradicada.

Kishore Mahbubani escribió que «la pandemia del COVID-19 no alterará las direcciones económicas globales de un modo drástico. Tan solo acelerará un cambio que ya había comenzado: un desplazamiento desde una globalización centrada en Estados Unidos hacia una globalización más centrada en China».

Y así sucesivamente…

Mientras los economistas políticos estaban preocupados por el impacto del COVID-19 sobre las grandes tendencias económicas, la globalización y los cambios resultantes en el poder político, los ambientalistas han puesto el énfasis en el hecho de que el confinamiento, que ha afectado a la inmensa mayoría de la población mundial, ha consolidado la esperanza de que tal vez no sea demasiado tarde para el planeta Tierra, después de todo.

Numerosos artículos, que citan investigaciones científicas complementadas con fotografías que ilustran el cielo azul de Delhi y las límpidas aguas de Venecia, resaltan el hecho de que el «cambio» que se avecina será de máxima importancia para el medio ambiente.

Con las profecías en marcha, hasta filósofos desacreditados como Slavoj Zizek han intentado escenificar su regreso ofreciendo sus propias predicciones de «virus ideológicos», incluido «el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá de las naciones-estado, una sociedad que se reinvente en forma de una solidaridad y una cooperación globales».

En su artículo, publicado en el periódico alemán Die Welt, Zizek propone lo que describe como una «paradoja»: al mismo tiempo que el COVID-19 representa un «golpe para el capitalismo», «también nos impelerá a reinventar el comunismo, basándolo en la confianza en las personas y en la ciencia».

Irónicamente, hace pocos años, Zizek, frecuentemente mencionado como un «célebre filósofo», abogó por un discurso etnocéntrico que apuntaba a los refugiados, los inmigrantes y los musulmanes.

«Nunca me ha gustado esa visión humanitaria que pregona que si hablas con ellos (me refiero a los refugiados que buscan su seguridad en Europa), descubres que todos somos iguales», dice Zizek en su libro Refugees, Terror and other Troubles with the Neighbors

(«Refugiados, terror y otros problemas con los vecinos»). «No, no lo somos; somos esencialmente diferentes».

En un artículo sobre el libro de Zizek, publicado en la revista Quartz, Annalisa Merelli escribió: «A partir de los ataques terroristas de París en 2015 Zizek alertaba de que los liberales debían deshacerse de los tabús que les impedían mantener debates abiertos sobre los problemas derivados de la admisión de personas de diferentes culturas en Europa, y particularmente la negación de los problemas de seguridad causados por los refugiados».

Este supuesto «filósofo marxista» fue aún más lejos, ahondando en la teología cristiana para explicar que «el lema cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo” no es tan sencillo como parece», censurando la supuesta «prohibición» por parte de algunos círculos izquierdistas de «criticar el islam».

«Es evidente que la mayoría de los refugiados provienen de culturas que son incompatibles con la noción de derechos humanos que reside en Europa occidental», escribió Zizek, omitiendo convenientemente que han sido el imperialismo, el colonialismo y las guerras de dominación económica occidentales los principales causantes de las crisis del Próximo y Medio Oriente durante un siglo por lo menos.

Se puede decir con toda certeza que la poco ortodoxa «reinvención del comunismo» que promulga Zizek excluye a millones de refugiados que están pagando el precio, no de los males de «la economía global» —como él propone diligentemente—, sino de la hegemonía y el neocolonialismo occidentales sustentados en la guerra.

Nuestro supuestamente desproporcionado énfasis en las perturbadoras ideas de Zizek pretende ilustrar que la «filosofía de los famosos» no es tan solo inútil en este contexto, sino que también nos aleja de un debate realmente urgente sobre los mecanismos del intercambio equitativo en la sociedad, un proceso que actualmente se halla obstaculizado por la guerra, el racismo, la xenofobia y las ideologías populistas de la extrema derecha.

En realidad, es extremadamente fácil predecir el futuro de la globalización o de la contaminación atmosférica cuando los analistas disponen de unos indicadores diáfanos como los avances tecnológicos, las exportaciones, las cotizaciones de las divisas y la calidad del aire.

Sin embargo, hablar de la reinvención de la sociedad, contando de entrada con un mínimo de credibilidad, equivale a un trabajo intelectual especulativo, especialmente cuando el supuesto intelectual vive prácticamente ajeno a los problemas cotidianos de la sociedad.

El problema con la mayoría de los análisis sobre los varios «futuros» que tenemos por delante es que muy pocas de esas predicciones se basan en un profundo examen de los problemas que asolaron nuestro pasado y atribulan nuestro presente.

Pero ¿cómo podemos concebir una mejor comprensión y una respuesta adecuada al futuro y sus múltiples retos si no nos enfrentamos y analizamos minuciosa, sincera y honestamente los problemas que nos han traído hasta este funesto instante de la crisis global?

Estamos de acuerdo. El futuro comportará cambios. Debería. Debe. Porque el statu quo actual es simplemente insostenible. Porque las guerras en Yemen, Libia, Siria y Afganistán; la ocupación israelí de Palestina; la deshumanización y estrangulación económica de África y Sudamérica, y así sucesivamente, no pueden convertirse en moneda corriente.

No obstante, para que ese futuro mejor y más equitativo pueda llegar nuestra comprensión del futuro debe situarse dentro de una perspectiva humana, históricamente válida e ideológicamente defendible de nuestro atormentado mundo, de nosotros mismos y de los demás; y no dentro de la indiferente y despiadada perspectiva de los principales economistas y célebres filósofos occidentales.

Ciertamente, es extraño que Zizek y sus allegados puedan mostrar una visión etnocéntrica de Europa y el cristianismo mientras se les considera «comunistas». ¿Qué extraña clase de comunismo es esa ideología que no reconoce la importancia y la historia de la lucha obrera global?

Si consideramos la lucha obrera marxista en términos más amplios y globales, entonces es apropiado y sostenible asumir que los poderes occidentales han representado históricamente a la «clase dirigente», mientras que el hemisferio meridional colonizado e históricamente oprimido representa la «clase subordinada».

Es esta dinámica de la opresión, la usurpación y la esclavización la que ha alimentado el «motor de la historia»; la noción marxista de que la historia se ve impulsada por las contradicciones internas dentro del sistema de producción material.

Sería ingenuo asumir que el brote de una pandemia pueda automáticamente e inexorablemente, por sí mismo, provocar e impulsar el cambio, y que ese «cambio» tan idealizado favorecerá instintivamente a la «clase subordinada», ya sea a un nivel estructural social local o global.

No se puede negar que la crisis actual, ya sea económica o sanitaria, es fundamentalmente una crisis estructural cuyo origen puede buscarse en las innumerables brechas del sistema capitalista, que está padeciendo lo que el intelectual y político italiano antifascista Antonio Gramsci denomina «interregno».

En sus Cuadernos de la cárcel, Gramsci escribió: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados».

La «variedad de fenómenos morbosos» ha quedado patente durante las dos últimas décadas en la progresiva decadencia, por no hablar de aniquilación, de todo el sistema global que las fuerzas capitalistas occidentales construyeron con tanta diligencia, las cuales moldearon el mundo según sus propios intereses durante casi un siglo.

El derrumbamiento de la Unión Soviética a finales de los años 1980 pretendía dar paso a un mundo enteramente nuevo, sin oposiciones, militarista hasta la médula y convencidamente capitalista. Sin embargo, poco ha sucedido en este sentido. La primera aventura militar iraquí liderada por los Estados Unidos (1990-1991), el «nuevo orden mundial» paralelo y el consiguiente «nuevo Oriente Próximo», y demás, finalmente, se quedaron en nada.

Frustrados por su incapacidad de trasladar su superioridad militar y tecnológica a una dominación sostenible sobre el terreno, los Estados Unidos y sus aliados occidentales se desmoronaron a un ritmo muy superior al esperado. El «giro hacia Asia» de la administración de Barack Obama, acompañado de una retirada militar del Oriente Próximo rico en petróleo, no era más que el inicio de un inevitable declive que ninguna administración estadounidense puede parar, por muy beligerante e irracional que sea.

Ampliamente desvalidas ante la implacable crisis que afecta al otrora triunfante orden capitalista, las instituciones occidentales dominantes, como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea (UE), se han mostrado inútiles y disfuncionales. Huelga toda profecía para dar por sentado que el mundo después del coronavirus socavará todavía más la esencia misma de la Unión Europea. Resulta interesante, aunque no sorprendente, que la «comunidad europea», en los tiempos de la mayor crisis desde la Segunda Guerra Mundial, haya resultado ser una farsa, dado que son China y Cuba los países que han tendido la mano para ayudar a Italia y España, no Alemania, Francia ni los Países Bajos.

También resulta irónico que las mismas fuerzas que lideraron la globalización económica, y se mofaron de los países que se negaron a unirse a la causa, sean los mismos que ahora abogan por alguna forma de soberanismo, aislamiento y nacionalismo.

Este es, precisamente, el «interregno» del que hablaba Gramsci. Sin embargo, no debería darse por sentado que ese vacío político pueda rellenarse exclusivamente con buenas intenciones, ya que el cambio real, duradero y sostenible solo puede ser el resultado de un proceso consciente, uno que tenga en cuenta la naturaleza de los futuros conflictos y nuestra posición ideológica y moral en respuesta a esos conflictos.

Es evidente que los filósofos famosos ni representan ni tienen ningún derecho a hablar en nombre de las «clases subordinadas», ni local ni globalmente. En cambio, lo que se necesita es una «hegemonía contracultural», liderada por los auténticos representantes de las sociedades oprimidas (minorías unidas por la solidaridad, naciones oprimidas, etc.), que deben ser conscientes de los retos y la oportunidad histórica que se presentan.

Un síntoma distintivo del «interregno» es el evidente desapego de las masas a las ideologías tradicionales, un proceso que comenzó mucho antes del brote del coronavirus.

«Si la clase dominante ha perdido el consenso, o sea, si no es ya “dirigente”, sino únicamente “dominante”, detentadora de la pura fuerza coercitiva, significa precisamente que las grandes masas se han apartado de las ideologías tradicionales, no creen ya en lo que antes creían», escribió Gramsci.

Es patente que existe un problema con la auténtica representación democrática en todo el mundo, debido al auge de las dictaduras militares (como en el caso de Egipto) y el populismo de la extrema derecha (como en el caso de los Estados Unidos, varios países occidentales, la India y otros).

Siendo consciente de todos estos factores, simplemente contando con «la confianza en las personas y en la ciencia», tal y como tristemente postula Zizek, jamás se «reinventará el comunismo», se restaurará la democracia ni se redistribuirá la riqueza de manera justa y equitativa entre todas las clases. Y, ni que decir tiene, no se acabará con la ocupación israelí ni se aportará un final humanitario a la crisis global de los refugiados.

De hecho, lo cierto es todo lo contrario. Al amparo del intento de controlar la expansión del coronavirus varios gobiernos han adoptado medidas autoritarias que no pretenden más que reforzar su esfera de poder, como en el caso de Hungría e Israel.

Tampoco podemos decir que Hungría e Israel destacaran por sus altos valores democráticos antes de la expansión del coronavirus. Sin embargo, el pánico colectivo resultante de la alta tasa de letalidad de una enfermedad que apenas se comprende ha sido la «conmoción» colectiva —ver «Shock Doctrine» de Naomi Klein— que los regímenes autoritarios necesitaban para aprovechar la ocasión y para mermar todavía más cualquier indicio de democracia en sus propias sociedades.

Siguiendo todas y cada una de las crisis globales, tanto analistas, estrategas militares como filósofos aprovechan cualquier plataforma disponible para profetizar movimientos sísmicos y hablar de cambios de paradigmas. Algunos incluso se atreven a declarar el «fin de la historia», el «colapso de las civilizaciones», o, como en el caso de Zizek, una nueva forma de comunismo.

Jean-Baptiste Alphonse Karr, crítico y periodista francés (nacido en noviembre de 1808), escribió una vez que «cuanto más cambian las cosas, más se mantienen igual».

En efecto, sin una forma de cambio impulsada por las personas el statu quo parece reinventarse constantemente, restaurando su dominio, su hegemonía cultural y su antidemocrática reivindicación del poder.

Indudablemente, la crisis global provocada por la pandemia del coronavirus puede constituir una oportunidad tanto para que se plasmen ciertos cambios fundamentales (ya sea una mayor igualdad o un mayor autoritarismo), como para que no se produzca ningún cambio en absoluto.

Somos nosotros, las personas, y nuestras auténticas voces —los «intelectuales orgánicos» y no los filósofos famosos— quienes tenemos el derecho y la legitimidad moral de alzarnos para reclamar nuestra democracia y redefinir un nuevo discurso sobre una forma de justicia global y no etnocéntrica.

O bien aprovechamos esta opción, o bien el «interregno» actual se desvanecerá en otra oportunidad desaprovechada.

Ramzy Baroud es periodista y editor de The Palestine Chronicle. Es autor de cinco libros, el último de los cuales es These Chains Will Be Broken: Palestinian Stories of Struggle and Defiance in Israeli Prisons (Clarity Press, Atlanta). El Dr. Baroud es investigador senior no residente en el Center for Islam and Global Affairs (CIGA) de la Istambul Zaim University (IZU). Su sitio web es www.ramzybaroud.net Romana Rubeo es una escritora italiana y la editora jefa de The Palestine Chronicle. Sus artículos aparecen en muchos periódicos y diarios académicos digitales. Posee un Máster en Lenguas y Literatura Extranjeras, y es una traductora especializada en los ámbitos audiovisual y periodístico.

MC

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *