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¿Hacia dónde va la insurrección antirracista en EE.UU.?

William I. Robinson

Fuente: Rebelión

La lucha antirracista corre el riesgo de ser vaciada de su potencial transformador a menos que identifique y convierta en blanco de ataque al capitalismo como el sistema que produjo y que continuamente reproduce el racismo.

Clases dominantes preparan contraofensiva aprovechando debilidades del Movimiento

A más de dos semanas de la explosión de protestas antirracistas en Estados Unidos, los manifestantes no dan tregua y los grupos dominantes han sido momentáneamente puestos a la defensiva, asustados por la magnitud del levantamiento, la primera resistencia de gran escala contra el estado policiaco global en el país más rico y poderoso en el mundo. Sin embargo, si el movimiento no profundiza el análisis de las causas subyacentes del racismo y por ende, dirige las protestas más directamente contra dichas causas, será difícil que el levantamiento resista una contraofensiva desde arriba que buscará desarticularlo mediante una combinación de represión, menores reformas y la cooptación,

Los poderes fácticos en Estados Unidos ahora adoptan el lenguaje de la “lucha contra el racismo sistémico”. Las élites políticas y económicas abrazan la justicia racial. Los ejecutivos de los grandes bancos y corporaciones cuyas políticas han sostenido la desigualdad racial ahora declaran su “solidaridad” con las comunidades agraviadas, al igual que los espadones de los Partidos Demócrata y Republicano, mientras intentan convertir en mercancía y logotipo corporativo la frase “black lives matter” (“las vidas negras importan”). La lucha antirracista corre el riesgo de ser vaciada de su potencial transformador a menos que identifique y convierta en blanco de ataque al capitalismo como el sistema que produjo y que continuamente reproduce el racismo. La opresión étnica, racial, sexual y de género no son tangenciales sino constitutivas del capitalismo. No puede haber una emancipación general sin la liberación de estas formas de opresión. Sin embargo, es igualmente cierto que no puede haber liberación de estas formas de opresión sin liberarnos del capitalismo.

“Nunca negamos el hecho de que hay racismo en Estados Unidos, pero decíamos que dicho racismo es un subproducto del capitalismo,” observó hace medio siglo Fred Hampton, el líder carismático del capítulo en Chicago de la organización revolucionaria negra, el Partido de las Panteras Negras, antes de su ejecución extrajudicial por la policía de Chicago y el FBI (órgano policiaco y de inteligencia del gobierno federal). Hampton continuó: “Es que primero viene el capitalismo y luego aparece el racismo. Cuando nos trajeron acá como esclavos, era para hacer dinero. Entonces, primero surgió la idea que querían hacer dinero, y luego vinieron los esclavos para producir ese dinero. Es decir, es un hecho histórico, el racismo se desprende del capitalismo. Tenía que ser capitalismo primero y luego el racismo fue un subproducto del dicho capitalismo”.

Sin embargo, esta perspectiva anticapitalista de Hampton sobresale en estos momentos por su ausencia en las protestas. En la medida que la lucha contra la brutalidad policiaca se limite a identificar como problema principal la violencia desproporcionadamente desatada contra las comunidades racialmente oprimidas, no estaremos con capacidad de enfrentar las causas estructurales subyacentes de dicha violencia. Policías racistas no son más que una extensión del Estado capitalista. Existen para defender la propiedad privada de los desposeídos, de reforzar el poder de los ricos y del capital sobre la mayoría pobre y desposeída, que en Estados Unidos provienen de manera desproporcional de las comunidades racialmente oprimidas. En el cuadro grande, la solución no es reformar los organismos policiales, ya que el hacer cumplir la ley significa hacer cumplir un sistema legal que bajo el capitalismo existe para proteger a los ricos y los poderosos de los pobres y los desposeídos mediante la criminalización de estos últimos o simplemente haciendo cumplir los derechos de propiedad.

Como ya se sabe, el uno por ciento de la humanidad más rico controla más de la mitad de la riqueza del planeta y el 20 porciento más rico controla el 9.4 porciento, mientras el restante 80 porciento tiene que conformarse con apenas el 5.5 porciento. Estas desigualdades salvajes son políticamente explosivas, y en la medida que el sistema no las disminuye, recurre a formas cada vez más violentas de contención para controlar las poblaciones empobrecidas. La policía constituye un instrumento coercitivo del Estado capitalista para controlar el plustrabajo (población superflua), los pobres, y la clase obrera. En Estados Unidos, los trabajadores provenientes de los grupos racialmente oprimidos engrosan de manera desproporcional las filas de la población superflua, al igual que las engrosan desproporcionalmente los del Sur Global.

Los policías constituyen la primera línea visible del Estado capitalista. Son ellos que entran en contacto directo con los desposeídos y los marginados y que llevan la responsabilidad de controlarlos. Los capitalistas y las elites cuyo poder y riqueza son protegidos por la policía no salen a la calle a enfrentar los negros pobres y los trabajadores; ellos mandan calladamente desde las juntas corporativas, las casas bancarias y financieras, las fundaciones, y los despachos gubernamentales. No podemos eliminar la violencia policiaca y la encarcelación en masa sin eliminar el plustrabajo, es decir, sin deshacernos del sistema que relega a decenas de millones en Estados Unidos (y varios miles de millones a nivel mundial) a los márgenes como humanidad superflua.

Entre 2015 y 2019, un total de 4,885 personas fueron fusilados y asesinados por la policía en Estados Unidos, entre ellos, 1,295 negros, comparado con 2,471 blancos. Mientras la tasa de aquellos asesinados por la policía fue el doble para los negros relativo a los blancos, el peligro más grave a la vida de los negros viene de la violencia económica del capitalismo, el cual resulta en la muerte de centenares de miles de negros (y otras personas) como victimas del desempleo, riesgos laborales, desnutrición, escasez de vivienda o carencia de vivienda, falta de acceso a la atención médica, exposición a los desechos tóxicos, etcétera. Más de 5,000 trabajadores en Estados Unidos mueren cada año en el trabajo como resultado de accidentes laborales, la mayoría de ellos evitables, y otros 50,000-60,000 mueren cada año por enfermedades ocupacionales (mundialmente más de dos millones de trabajadores mueren cada año en el trabajo). Previsiblemente, los negros están sobrerrepresentados en este grupo, no por la discriminación racial per se, sino porque están sobre-representados en las ocupaciones más peligrosas (y menos remunerados).

En Estados Unidos los pobres y los trabajadores han intensificado sus luchas desde el comienzo de la pandemia de COVID-19. En tanto se extendía el virus, emprendieron una oleada de huelgas y protestas en los almacenes de Amazon, las plantas automotrices y empacadoras de carnes, los supermercados, hospitales y hogares de ancianos para exigir condiciones laborales seguras y un pago de complemento de peligrosidad, mientras los inquilinos llamaron a una huelga por impago de renta, los militantes del movimiento por los derechos de los inmigrantes rodearon los centros de detención para exigir la liberación de los presos, y las personas sin techo ocuparon casas desocupadas. Pero existe una desconexión entre estas luchas protagonizadas por los trabajadores en la economía capitalista y el levantamiento antirracista encabezado por jóvenes negros. Esta situación tiene que cambiar si es que el movimiento antirracista no vaya a disipar y ser reincorporado al orden hegemónico en tanto la represión, la cooptación, y la fatiga pasan factura. El secreto para avanzar la lucha antirracista de masa es vincularla a la lucha de masa de la clase trabajadora, y esto pasa necesariamente por identificar las raíces del racismo en la explotación capitalista.

¿Donde Esta la Izquierda Socialista?

El capitalismo global ha estado sumido en una crisis intratable que es tanto estructural como política y que se ha intensificado en muchas veces por la pandemia. Estructuralmente, el sistema enfrenta una crisis de lo que se conoce como la sobreacumulación, lo que se refiere a una situación en la cual se acumulan enormes cantidades de capital (ganancias) pero este capital no logra encontrar salidas rentables y por tanto se estanca. Políticamente, los Estados capitalistas enfrentan una crisis en espiral de la legitimidad después de décadas de penurias y deterioro social causados por el neoliberalismo, ahora agravada por la incapacidad de estos Estados de manejar la emergencia sanitaria y el colapso económico.

Las crisis capitalistas son momentos de agudas luchas sociales y clasistas. Estamos en vísperas de una nueva ronda masiva de luchas sociales y clasistas alrededor del mundo. Desde Chile hasta Líbano, Iraq a Hong Kong, y Francia a Estados Unidos, estas luchas alcanzaron un crescendo en el otoño de 2019 antes de que la cuarentena de coronavirus obligó a los manifestantes a vaciar las calles. Las movilizaciones de los trabajadores y el levantamiento antirracista en Estados Unidos forman parte de este repunte mundial de luchas de masa.

Sin embargo, existe otra desconexión notable en la actualidad, entre el movimiento social en las calles y una izquierda organizada que le podría dotar de una perspectivas anticapitalista más coherente. Difícilmente se puede culpar a los millones de jóvenes que arriesgan la vida y la integridad física por este fracaso de vincular la lucha antirracista a la lucha anticapitalista y socialista. Esa responsabilidad descansa en mi punto de vista en los fracasos de la izquierda socialista y la traición de los intelectuales, pues ninguna lucha de los oprimidos puede estar sin los intelectuales orgánicos.

Las luchas de masa de las décadas de los 1960 y 1970 abrieron espacio para que los representantes de los grupos oprimidos y otros que anteriormente se identificaron con la agenda radical de dichas luchas ingresaran a las filas del estrato profesional y de la élite. En la academia, abrieron espacio para una nueva pequeña burguesía intelectual cuyas aspiraciones de clases adquirieron expresión discursiva en las narrativas post-modernas y las políticas de identidad, y en particular en el rechazo visceral de la critica radical al capitalismo y a una visión socialista. Estas narrativas marcaron la conciencia de toda una generación de jóvenes, alejándoles de la tan desesperadamente necesitada critica al capitalismo al momento de su globalización.

Con el aparente triunfo del capitalismo global en los años 1990 a raíz del colapso del antiguo bloque soviético, la derrota de los proyectos nacionalistas y revolucionarios del antiguo Tercer Mundo, y la represión de las luchas radicales de los obreros, muchos intelectuales quienes anteriormente identificaron con los movimientos anticapitalistas y los proyectos emancipadores, ahora plantearon una política identitariana de reforma e inclusión. El horizonte de dicha política no va más allá de la reivindicación simbólica, la diversidad (lo que suele significar diversidad al interior del bloque dominante), la no discriminación en las instituciones sociales dominantes, y la inclusión y representación equitativa dentro del capitalismo global. No es de sorprenderse que la elite corporativa y política llegaron a acoger la política de la “diversidad” y el “multiculturalismo” como una estrategia para canalizar la lucha por la justicia social y la transformación anticapitalista hacia las demandas para la inclusión si no la abierta cooptación. La estrategia sirvió para eclipsar el lenguaje de las clases trabajadoras y populares y del anti-capitalismo.

Tumbando los monumentos que simbolizan el racismo es un acto de justicia simbólica o discursiva que no constituye en sí una amenaza fundamental al sistema, mientras estas acciones de protesta simbólica pueden ser aisladas de las demandas para una transformación social y económica más fundamental, razón por la cual en estos momentos muchas élites corporativas y políticas acogen dichas acciones de protesta. Igualmente, la exigencia del movimiento antirracista de que el gobierno cambie el nombre de las bases militares en Estados Unidos – ya que muchas bases llevan el nombre de conocidos racistas en la historia norteamericana – puede satisfacer la sede que se siente para la justicia simbólica y discursiva. Pero no cambia para nada el hecho de que estas bases albergan fuerzas militares que existen para intervenir alrededor del mundo en el nombre del capital y del imperio, y que los negros están sobrerrepresentados entre las filas militares porque están sobrerrepresentados en las filas del plustrabajo (población superflua) y que gozan de menores oportunidades para empleo satisfactorio en la economía civil.

Los grupos dominantes están momentáneamente en la defensiva y están profundamente divididos sobre como responder a la crisis de legitimidad y la erosión de la hegemonía capitalista. Están persiguiendo una estrategia de acomodamiento a las demandas simbólicas y a leves reformas. Pero si la historia nos sirve de lecciones, lanzarán una contraofensiva que buscará reimponer y consolidar el estado policiaco global tan pronto como surja una correlación de fuerzas sociales y políticas que les es más favorable. Mientras las fisuras y las divisiones en el bloque dominante se agudizan cada vez más, se abren oportunidades para una contra-hegemonía desde abajo cuyo desarrollo dependerá de una critica radical a la explotación capitalista que vincula la cuestión de la raza a la de la clase. La importancia de un levantamiento de millones de personas alrededor del mundo contra el racismo no puede ser menospreciado. Las fuerzas populares no pueden desperdiciar este momento de aguda crisis capitalista. Nos encontramos ante una encrucijada.

William I. RobinsonProfesor de Sociología, Universidad de California en Santa Bárbara

MC

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