Macabe Keliher
Fuente: Rebelión
Aunque los economistas encumbran a la antigua colonia británica como el ideal de la economía de libre mercado, las consecuencias de sus políticas neoliberales han sido desastrosas
Durante las dos últimas décadas, las manifestaciones –tanto pacíficas como violentas– han sido omnipresentes en Hong Kong. El lector, no especialista, seguramente aún tenga en la retina los episodios más importantes de agitación social de 2014 y 2019, ya que estos capturaron la atención mundial. El primero de estos episodios, en 2014, canalizó el espíritu del movimiento Occupy Wall Street para tomar tres distritos, en zonas centrales o financieras de la ciudad, durante 79 días. Ese movimiento acabó siendo conocido como la “Rebelión de los Paraguas”, así llamada por la forma –a día de hoy internacionalizada– de utilizar los paraguas para defenderse del gas pimienta utilizado por la policía en sus embestidas. La última oleada de protestas empezó la primavera pasada y continuó hasta bien entrado este año. En su punto álgido, llegó a congregar en las calles de Hong Kong a una cuarta parte de la población de la ciudad en un solo día. La policía y el gobierno local, respaldados por Pekín, utilizaron violencia y mano dura. Dispararon más de 16.000 cartuchos de gas lacrimógeno y arrestaron a más de 9.000 personas. La policía antidisturbios acabó sacando ojos, rompiendo huesos, partiendo caras y disparando a manifestantes, algunos de tan solo 14 años de edad.
Sin embargo, estos eventos no son poco comunes en Hong Kong. Cada año tienen lugar decenas de miles de marchas, manifestaciones y protestas. Según las estadísticas de la policía, hubo 5.656 protestas en 2010 y más de 6.000 al año hasta 2015. Ese número creció hasta las 13.158 en 2016 y se mantuvo por encima de las 10.000 hasta el año pasado. Con más de 30 reuniones, manifestaciones, marchas o protestas diarias de media, día tras día, uno no puede más que concluir que la gente de Hong Kong entiende que algo terriblemente malo está sucediendo en su sociedad. Así que están constantemente comprometidos en hacer una oposición activa y en buscar métodos, prácticas e ideas para hacer algo al respecto.
Con más de 30 reuniones, manifestaciones, marchas o protestas diarias de media, hay que concluir que la gente de Hong Kong entiende que algo terrible está sucediendo en su sociedad
Los analistas y los tertulianos normalmente se fijan en las demandas de sufragio universal o en las quejas por el trato cada vez más duro por parte de Pekín, pero algo más fundamental estructura la injusticia de la sociedad de Hong Kong: la organización de la política económica ha conllevado la privación democrática del derecho de voto y ha ayudado a la emergencia del autoritarismo.
Durante los últimos 40 años, Hong Kong ha sido guiada por intereses financieros y por el idealismo de libre mercado, cosa que ha derivado en una enorme concentración del poder económico. Se han reducido los impuestos a las empresas, se han anulado o minimizado las regulaciones y el sector público ha sido entregado al sector privado. Además, tanto la política gubernamental como la administración pública han sido puestas en manos de magnates empresariales, que la han utilizado para incrementar su influencia. El poder estatal ha sido movilizado para preservar el excelente aparato legal con el fin de defender los derechos de propiedad, hacer cumplir contratos, proteger la inversión empresarial y, en general, para organizar el mercado alrededor del capital.
Aunque a los economistas ortodoxos les gusta argumentar que estas características han creado un sistema de libre mercado ideal, las consecuencias sociales han sido desastrosas. La desigualdad aumenta, los salarios bajan, las jornadas laborales son cada vez más largas, las oportunidades económicas menguan y el acceso a la vivienda es tan prohibitivo que hay oficinistas durmiendo en McDonalds. ¿Es de extrañar que las calles estén en llamas? La implementación de esta doctrina ha generado una gran prosperidad para una selecta minoría, pero ha desempoderado a la mayoría. Un pequeño grupo de conglomerados empresariales han sido capaces de orquestar una maniobra mediante la cual no solamente han podido forjar monopolios sino que les ha dejado a cargo del sistema económico.
Aunque el de Hong Kong es un ejemplo llamativo de este tipo de práctica socioeconómica, no es ni mucho menos un caso único. El caso de Hong Kong es simplemente una cruda manifestación de las tendencias de la política económica global desarrolladas durante los últimos 40 años. En los años setenta y ochenta, de la mano de la clase política, los defensores del libre mercado empezaron a promover ideas y a implementar políticas que empoderaron al capital y pusieron al gobierno al servicio del capital, cosa que no solamente derivó en el desmantelamiento de programas de protección social, sino que fomentó el uso de los poderes gubernamentales para crear ecosistemas dentro de los que el capital global pudiera prosperar. A través de medios militares, legales y políticos, se fueron extendiendo por todo el mundo unas determinadas ideas sobre el mercado, los derechos de propiedad y el individualismo.
Las líneas divisorias entre lo público y lo privado se volvieron borrosas y dejaron a los gobiernos trabajando abiertamente para el capital, para mitigar los efectos de un sistema económico que favorece el capital global por encima del trabajo, las corporaciones privadas por encima de la sociedad o del bienestar social, y la concentración económica sobre la democracia. El sistema se perpetúa atenuando la política, mientras el capital es utilizado por los ricos para comprar políticas económicas beneficiosas que les ayudan a proteger aún más su posición privilegiada y su riqueza. Utilizan su influencia política para obtener bajadas de impuestos, deducciones más elevadas, menor regulación y protección para las empresas, entre otras cosas.
Desde esta perspectiva, el caso de Hong Kong no es más que un caso extremo de una dinámica generalizada; una manifestación avanzada del futuro que espera a una sociedad atrapada en las garras del neoliberalismo.
La ortodoxia económica
Lo mejor para entender la sociedad de Hong Kong es volver echar un vistazo a la ortodoxia económica, en particular, es interesante cómo ésta entiende Hong Kong. En 1980, Milton Friedman, economista de la Escuela de Chicago y promotor del libre mercado, produjo para la PBS una serie de televisión basada en sus ideas económicas. La serie fue titulada, de manera más que acertada, Libre para Elegir y Hong Kong fue la protagonista del primer episodio. “Si quieren saber cómo funciona de verdad el libre mercado”, dice un Friedman apoyado en la barandilla del ferry para transporte de pasajeros del puerto de Hong Kong, “este es el lugar adónde ir”. Según Friedman y otros defensores del libre mercado, Hong Kong era el lugar perfecto para experimentar con sus ideas porque, más allá de un puerto de aguas profundas, Hong Kong tiene muy pocos recursos naturales. Además, Hong Kong contaba con la política no intervencionista adoptada por el gobierno colonial, sin tarifas y con mínimas regulaciones. Hong Kong es, dice Friedman, “una ciudad próspera, bulliciosa y dinámica” que fue “hecha posible gracias al libre mercado; gracias, de hecho, ¡al más libre mercado del mundo!”
La narrativa del libre mercado de Hong Kong se basa en que el gobierno es pequeño y no pone barreras. Deja que los ciudadanos tomen las decisiones sobre aquello que afecta a sus vidas y que la economía se desarrolle de “manera natural”. El libre mercado y la carencia de regulación, argumentan los defensores de esta ideología, ha permitido a los individuos responsabilizarse de sus propias decisiones vitales y tomar decisiones racionales sobre cómo optimizar el uso de sus habilidades para conseguir una vida próspera. Los individuos sufren las consecuencias de sus errores estratégicos y cosechan los frutos de sus éxitos. Según los que proponen el libre mercado, esta fue la razón que llevó a Hong Kong a conseguir su prosperidad, un elevado estándar de vida y bajas tasas de mortalidad. Friedman acompaña al espectador por un callejón y atraviesa un balcón para adentrarse en una “fábrica”, que en realidad no es más que un pequeño apartamento en el que tres o cuatro hombres sin camiseta tallan, bajo ventiladores de techo, colmillos de marfil. Estos son algunos de los trabajadores mejor remunerados de la ciudad, anuncia Friedman, y a pesar de que podrían presionar a su empleador para obtener mejores condiciones laborales, prefieren aceptar estas condiciones y obtener una paga más alta que podrán gastar a su antojo.
La lógica de Friedman es atractiva. Si desaparece por completo la intervención del Estado y se permite al mercado marcar los términos de intercambio y distribución, la gente automáticamente será atraída hacia los centros de producción y distribución más eficientes. Si el mercado es libre y todas las transacciones son voluntarias, tanto la policía industrial como las certificaciones resultan innecesarias. Los individuos actuarán en pos de su propio interés, o bien establecerán fábricas y pagarán por los servicios, o no lo harán y los mercados buscarán otras soluciones. Hong Kong fue para Friedman la prueba definitiva. Mostraba el puerto más ocupado del mundo, donde los barcos llegaban para llevarse las pistolas de agua ensambladas por las hábiles manos de mujeres en fábricas sin ventanas, así como los contenedores de hojalata soldados en la calle por Mr. Chen. Treinta años más tarde, un investigador del conservador Cato Institute, desde el mismo lugar que Friedman, presumía de que el skyline de Hong Kong tenía más rascacielos que toda Nueva York, cosa que él utilizaba para probar el éxito del libre mercado. El crecimiento espectacular del PIB de Hong Kong, decía, no se ha conseguido mediante directivas gubernamentales, sino gracias al libre mercado. Esta es la lógica que ha llevado a estructurar no solamente la idea que se tiene de Hong Kong en todo el mundo, sino incluso del orden natural de toda vida social y económica.
Si el mercado más libre del mundo es tan maravilloso, ¿por qué protesta la gente?
Sin embargo, este modo de pensar sobre Hong Kong es efímero en teoría y fugaz en la práctica. Falsea el papel del Estado y pasa por alto la evolución de la economía regional. ¿Qué pasa cuando toda la producción se relocaliza a China y las fábricas simplemente cierran o se marchan? ¿Qué pasa cuando el Sr. Hou no puede mecanizar su tienda de marcos para cuadros, como dice Friedman, porque los oligopolios crean cárteles y los precios del suelo se disparan? ¿Qué pasa cuando el Sr. Leung tiene que cerrar su negocio de vestidos de boda al estilo cantonés porque los alquileres han subido a niveles que solamente pueden permitirse las marcas de lujo internacionales? ¿Qué ocurre cuando los salarios se estancan y la movilidad social se detiene? Presumiblemente, uno debe adaptarse a las fuerzas del mercado, actualizar sus habilidades y subir en la escala de valor añadido. Pero, ¿qué ocurre cuando te endeudas para obtener una educación universitaria y acabas trabajando las jornadas laborales más largas del mundo en un sector que paga el salario mínimo, y eso si eres lo suficientemente afortunado para encontrar un trabajo? Y, ¿qué tipo de alternativa es la de vivir en un apartamento subdividido de 4 o 5 metros cuadrados en el mercado con los alquileres más caros del mundo?
En definitiva, los problemas derivados del neoliberalismo de libre mercado eclipsan los beneficios. ¿Qué salió mal? ¿Cómo pudo este sistema basado en un gobierno pequeño y en el libre mercado generar tanta desigualdad? ¿Cómo creó el libre mercado oligopolios y una sociedad gobernada por los ricos? ¿Cómo puede ser que se haya constreñido la libertad y se hayan visto tan limitadas las oportunidades económicas? Efectivamente, si el mercado más libre del mundo es tan maravilloso, ¿por qué protesta la gente?
La desindustrialización
Un buen lugar para empezar a responder estas preguntas es la desindustrialización. Curiosamente, todas las personas que aparecen en el reportaje de Friedman sobre Hong Kong se ganan la vida trabajando en fábricas o produciendo mercaderías para pequeños comercios. Cuando Friedman visitó Hong Kong en los años ochenta, tanto la ciudad como el resto de la región de Asia Oriental estaban en el último coletazo del boom de la manufactura que había comenzado con la posguerra. Migrantes de China cruzaban la frontera para trabajar en fábricas, manufacturando juguetes de plástico, electrónica de gama baja y otros bienes para el mercado de consumo americano. El acceso de mano de obra barata y a puertos de mercancías, había convertido los Nuevos Territorios en un centro de manufactura caracterizado por un crecimiento exponencial y salarios relativamente altos. Sin embargo, cuando las reformas económicas de China continental empezaron a surtir efecto, el sector manufacturero se trasladó a Guangzhou, a Shenzhen y a otras áreas del sur de China, puesto que allí se ofrecía suelo gratis, inversión en capital y la posibilidad de saltarse la regulación medioambiental o laboral. Para cuantificar este cambio, cabe considerar que a mediados de la década de 1980, el sector manufacturero representaba más de una cuarta parte del PIB de Hong Kong. A día de hoy, representa menos del 1 por ciento. En 1981, más del 41 por ciento de la población trabajaba en la manufactura, pero ya en 2011 esa cifra había caído hasta el 4 por ciento. Desde entonces aún ha bajado más.
A mediados de la década de 1980, el sector manufacturero representaba más de una cuarta parte del PIB de Hong Kong. A día de hoy, representa menos del 1 por ciento
La desintegración del sector manufacturero se ha visto compensada por el crecimiento de los servicios financieros, empresariales y de consumo. Por un lado, Hong Kong se transformó en un procesador de materias primas y bienes producidos entrando y saliendo de China. Por otro lado, se convirtió en el centro financiero que supervisó el boom de la manufactura que estaba teniendo lugar en el delta del Río Perla. El capital de Hong Kong pasó a destinarse a negocios de importación y exportación, a servicios para los viajeros que circulaban por la región, a operaciones al por mayor y al almacenamiento de bienes. Cuantitativamente, el sector manufacturero experimentó un rápido deterioro. Pasó de emplear casi a la mitad de la población, a no emplear casi a nadie. Por el contrario, otros sectores recorrieron un curso inverso. Si bien en 1981 solo el 19,2 por ciento de la fuerza laboral trabajaba en ventas al por mayor y al por menor, en empresas dedicadas a la importación y la exportación o al sector de la restauración y la hotelería, en 2011 esa cifra ya alcanzaba más del 30 por ciento. Los sectores financiero, de seguros, inmobiliario, o de servicios empresariales sufrieron una transformación similar y pasaron de ocupar a apenas un 5 por ciento de la fuerza laboral en 1981 a ocupar a casi el 20 por ciento en 2011.
Como consecuencia de esta transición no se ha llegado a una situación de mayor prosperidad social, sino a una desigualdad creciente. El crecimiento doméstico de Hong Kong ha sido fenomenal. No hay duda. Entre los años 2000 y 2014, el PIB creció, en términos reales, casi un 70 por ciento. Y eso que este crecimiento sucedió entre numerosas crisis económicas y financieras. Asimismo, la tasa de desempleo bajó desde algo más de un 8 por ciento a menos del 3 por ciento. Sin embargo, los beneficios económicos han quedado en manos de una élite económica extractora de rentas. Primero, consideremos que en Hong Kong el estándar fundamental para medir la desigualdad, el coeficiente de Gini, ha crecido. En 2016 se situaba entre los más altos del mundo, alcanzando el 0,539, cuando en 2001 se situaba 0,525. En el coeficiente de Gini 0 representa la igualdad perfecta y 1 representa una situación en la que una sola persona se quedaría todos los ingresos. En EE. UU., por ejemplo, el coeficiente de Gini alcanzó el 0,485 en 2017, el valor más alto en los últimos cincuenta años. En 2010, el 10 por ciento más rico de Hong Kong poseía más que el 75 por ciento más pobre de la población. De hecho, la fortuna de los 45.000 millonarios de Hong Kong era equivalente al 80 por ciento del PIB. Esta situación es el resultado de un estancamiento o disminución de los salarios. Entre 2001 y 2011, por ejemplo, el ingreso familiar mediano cayó entre el quintil más bajo, de un 3,2 a un 2,6 por ciento, pero creció entre el quintil más alto, desde un 56,4 y un 57.1 por ciento. De hecho, desde 1997, los salarios entre los jóvenes con educación universitaria no han crecido o, en algunos casos, han disminuido.
Una mayor educación [formal] no ha ayudado a reparar este problema; de hecho, no ha hecho más que exacerbarlo. Una parte de los objetivos del plan gubernamental del año 2000 para promover el talento e incentivar la educación universitaria fue que el número de estudiantes que terminaban la enseñanza secundaria para entrar en la universidad pasara del 20 al 60 por ciento. En 2015, esta cifra había llegado incluso al 70 por ciento. Como resultado, Hong Kong tiene una fuerza de trabajo altamente educada –una de las mejor educadas del mundo– pero a la que le cuesta encontrar buenos empleos. Un estudio reciente concluyó que los graduados ingresan hoy, en términos reales, un 10 por ciento menos de lo que hacían veinticinco años atrás. Entre 2003 y 2014, de hecho, los salarios de los graduados se estancaron o, en las fases en las que crecieron, lo hicieron siempre a un ritmo bastante menor que el PIB. Y eso cuando los graduados encuentran trabajo. El incremento en número de graduados excede el número de puestos de trabajo que requiere una alta cualificación. Por ejemplo, el número de trabajos que requieren altas cualificaciones, incluyendo puestos administrativos o especializados, se incrementó en un 18 por ciento entre 2007 y 2017, es decir que pasó de 1,22 millones a 1,44 millones, pero el número de trabajadores titulados creció en un 60 por ciento. Un trabajador social, explicando la situación de un estudiante de 14 años, contaba que la gente joven “ve la educación terciaria más como una manera de acumular deuda, que como una forma para conseguir movilidad social. En resumidas cuentas, [ellos] no ven cómo pueden aspirar a una vida mejor”.
Al precio de 26.900 dólares por metro cuadrado, la vivienda en Hong Kong viene siendo, de manera constante, la más cara del mundo
La falta de movilidad social es particularmente irritante porque se ha producido en el lapso entre una generación y la siguiente. En 1991, el 84 por ciento de los graduados encontraron un trabajo de clase media, pero en 2011 ese número había disminuido al 75 por ciento. Aunque ese descenso no parece demasiado exagerado, si observamos que directivos, administrativos o especialistas se entienden como trabajos de clase alta y que, en cambio, los empleos como profesionales adjuntos son considerados como trabajos de clase media, podemos apreciar que el declive es mucho más extremo, ya que los graduados que acabaron encontrando un trabajo de clase media o media alta a pasaron del 60 por ciento en 1991 a menos de un 40 por ciento en 2011. Mientras tanto, un creciente número de graduados debió conformarse con trabajos que no se corresponden con la clase media y acabaron por aceptar posiciones en el sector servicios, como dependientes u oficinistas. Estos descubrimientos indican que un mayor número de graduados universitarios se han ido dando cuenta de que las recompensas del mercado de trabajo son cada vez menores y que disfrutarán de menores oportunidades vitales.
Al mismo tiempo, el coste de vida se ha incrementado. El precio de la vivienda se ha disparado un 126 por ciento desde la retrocesión. Una hipoteca puede consumir el 70 por ciento de los ingresos de un individuo. De hecho, al precio de 26.900 dólares por metro cuadrado, la vivienda en Hong Kong viene siendo, de manera constante, la más cara del mundo. Durante la pasada década, Hong Kong ha registrado el precio de la vivienda más elevado del planeta. Una familia necesita más de veinte años de su salario para pagar una vivienda, casi el doble de lo que cuesta en la segunda ciudad más cara, Vancouver. Para la gente “poseer un techo, el más básico de los comforts humanos, es solamente una fantasía”, como explicaba un experto. Los precios al consumo también han sufrido crecimientos astronómicos. El precio del petróleo por ejemplo, se ha incrementado en un 108 por ciento en los últimos siete años, alcanzando los 2,11 dólares por litro o, lo que es lo mismo, un 131 por ciento más alto que la media mundial. El precio de los alimentos también se encuentra entre los más altos del mundo. Los alimentos frescos cuestan, de media, dos veces y media más en Hong Kong que en Gran Bretaña.
La economía local en manos de los magnates
Así las cosas, la situación es grave. La calidad del trabajo empeora, hay menos vacantes, los salarios se estancan, la vivienda es inasequible y el endeudamiento está creciendo. El estado de la economía de Hong Kong es consecuencia de dinámicas que empezaron, como mínimo, en la década de 1960. Estas dinámicas han estructurado la economía de manera que se ha permitido a una elite económica extraer rentas del resto de la población. Entonces, los empresarios locales empezaron con la concentración empresarial en el mercado de la vivienda. Utilizaron tanto su posición como su capital para hacer crecer sus conglomerados empresariales del sector de la vivienda y extendieron sus actividades a otros sectores de la economía, como supermercados o servicios públicos, creando grandes oligopolios. A consecuencia de esto, lo que surgió no fue un libre mercado, sino una economía dual, en la que el comercio internacional permanece relativamente libre y abierto, pero la economía local está en manos de un pequeño grupo de magnates.
A medida que la inestabilidad política sacudía China durante las décadas de 1960 y 1970, fueron creciendo las incertidumbres en las negociaciones de retrocesión y las especulaciones sobre los potenciales resultados de una gobernanza china de la ciudad. En este contexto, las compañías británicas empezaron a vender sus portfolios y activos a promotoras locales, cuyos conglomerados empresariales pasaron de controlar 150.000 a más de un millón de metros cuadrados. Ese grado de concentración ya se había alcanzado a mediados de la década de los noventa. Entonces, siete promotoras se encargaban de proveer el 70 por ciento de las nuevas viviendas privadas. De hecho, el 55 por ciento estaba controlado entre cuatro. En 2009, la mayor promotora individual, Henderson Land, controlaba casi 2 millones de metros cuadrados de suelo por edificar y casi 2,8 millones de metros cuadrados de suelo agrícola, cifra que se incrementó hasta los 4,13 millones en 2015.
La historia de la concentración del poder económico gravita alrededor del suelo. En la década de 1960, media docena de promotoras empezaron a consolidar el control sobre el suelo, arrinconando un mercado que entonces estaba restringido por el gobierno colonial.
En lugar de construir estos terrenos, Henderson y sus competidores los reservan. Esperan a que el precio del suelo suba para, solo entonces, ir ofreciendo nueva vivienda despacio, para asegurarse de que los precios se mantienen. El think tank Civic Exchange lo explica así: “Otro mito sobre Hong Kong es que el suelo es insuficiente. Generalmente, se piensa que los precios son altos porque hay poca oferta, pero en realidad habría suelo más que suficiente si el mercado fuera más flexible, si se permitieran tanto la construcción como la regeneración urbanística”. Además de asegurarse alquileres altos, esta estrategia tiene la ventaja de que expulsa a pequeñas promotoras que no pueden esperar a que los precios suban ni tienen las conexiones o el know-how para movilizar a banqueros, inversores o a mercados de subastas. En los últimos años, el número de promotoras se ha reducido tanto que solo quedan unas cuantas y solamente un pequeño grupo de empresas grandes y con mucho capital de China continental han conseguido penetrar el mercado.
Las promotoras no solamente son dueñas del suelo, sino que controlan la mayor parte de la economía de Hong Kong
Para empeorar aún más las cosas, las promotoras no solamente son dueñas del suelo, sino que controlan la mayor parte de la economía de Hong Kong. Los supermercados, los servicios públicos, el transporte, la banca, la industria de la comunicación o las telecomunicaciones son parte de su ámbito de influencia. De hecho, hay conglomerados con oligopolios en todas estas áreas. “Aquí va un ejemplo de un día cualquiera en Hong Kong”, cuenta un informe sobre el alcance del control de estos oligopolios: “Después de hacer la compra en un establecimiento de Li Ka-shing, te montas en un autobús de Cheng Yu-tung para volver a tu apartamento de los hermanos Kwok a cocinar tu comida con, ¡lo acertaste!, gas suministrado por Lee Shau-kee… Con este tipo de tentáculos es fácil para un conglomerado así de grande controlarlo todo. Si compras un piso a Henderson, puedes estar seguro de que el calentador será a gas. Hutchinson, una de estas promotoras, incluso trató de incluir sus servicios de telecomunicaciones en el pack de los edificios del Cheung Kong’s Banyan Garden y solamente las protestas de los residentes les hicieron cambiar de idea. Estos cuatro nombres se refieren a cuatro familias que poseen los cuatro mayores consorcios con redes de empresas en todos los sectores de la economía”.
Estas compañías no solamente proveen servicios para consumidores, sino que coluden para obstaculizar a la competencia, incrementar precios y extraer la mayor renta posible. Cuando el hipermercado francés Carrefour intentó penetrar el mercado de Hong Kong y romper el duopolio de Wellcome y ParknShop, estos conglomerados, que también poseen bienes inmuebles, se aseguraron de que Carrefour no pudiera encontrar suficientes locales para abrir sus tiendas. Incluso ordenaron a los mayoristas que no suministraran productos a este nuevo participante. Carrefour abandonó el mercado. Una vez asegurada su posición, las dos cadenas incrementaron los precios, de media, casi un 4 por ciento en un período de dos años en el que los precios al consumo, en general, cayeron más de un 5 por ciento.
Los sectores comerciales, desde libros de texto hasta clases de conducir, construcción o incluso puestos de fideos, han padecido las tácticas de cártel de estos conglomerados. Puesto que poseen el suelo comercial, no es poco común que incrementen los precios del alquiler, desplazando a pequeños comerciantes locales, a la espera de que marcas de lujo internacionales paguen alquileres exorbitantes, consiguiendo así incrementar beneficios y mantener a la competencia a raya. “Si paseas por cualquier vecindario de clase media”, sugería un informe, “habitualmente darás con cuatro, cinco o seis agencias inmobiliarias donde antes había una peluquería, una papelería, una tienda de fotocopias o una tienda de barrio”.
Las políticas de libre mercado promovidas por Friedman no solo no dieron rienda suelta al espíritu emprendedor, sino que, al contrario, el espíritu emprendedor fue sofocado por el libre mercado.
Protestas en las calles
En junio de 2019, mientras millones de manifestantes hongkoneses recibían rondas de gas en las calles de la ciudad, el editor en jefe de la publicación en inglés con más audiencia de Hong Kong publicó un videocomentario mordaz. “Esto va de sentirse desesperanzado, frustrado y oprimido”, dijo. “Esto es porque parece que a nadie le importan sus reclamaciones, tanto si los problemas son económicos como políticos. No hay futuro”. Luego pasó a explicar la situación actual como el producto de los conglomerados empresariales y de la extrema concentración del poder económico. Tanto la vivienda como los monopolios, dijo, “siguen siendo la causa del conflicto social”. El hecho de que el poder administrativo y el legislativo dejen que esto siga así es “más que intolerable”, proclamó, pero también es una consecuencia directa de la política económica. Las políticas de la ortodoxia económica han, desde entonces, calmado el trajín de los mercados, el zumbido de las fábricas y la emprendeduría familiar del Hong Kong de Friedman, reemplazándolos por monstruos que extraen rentas y permiten escaso acceso al mercado o oportunidades al resto.
Los cánticos en las manifestaciones son sobre soberanía universal: la habilidad de hombres y mujeres ordinarios de ejercer un mayor control sobre sus vidas mediante el voto. Quieren votar por un representante que reconozca y luche por sus intereses, necesidades y aspiraciones. Por contra, las élites políticas y económicas de Hong Kong –y ya no digamos las de China resisten el cambio estructural o los desafíos al orden establecido. Como cualquier otra clase dominante de la historia, su poder y su posición está confirmada y asegurada dentro de las disposiciones sociales, políticas y económicas existentes. Sus leyes articulan esas estructuras y tratan de proteger estas relaciones con más y más capas de medidas para reprimir la disensión y las protestas. El sufragio universal desplazaría a China y perturbaría a la oligarquía empresarial; conduciría a desafíos a la soberanía China y rompería la estructura política, pero la élite empresarial teme ver mermado su poder si disminuyen tanto su influencia como su presencia en el gobierno. Entonces, podrían pasarse verdaderas leyes antimonopolio que rompieran el control absoluto de los conglomerados empresariales sobre la economía. Se podrían promulgar leyes que verdaderamente impulsaran la competitividad, permitiendo así la entrada de nuevos actores en el mercado y liberando a los consumidores de la tiranía del cártel de precios. Se podría construir vivienda pública adecuada, dando a los ciudadanos una vivienda digna desvinculada de las locuras de la ideología neoliberal.
Es precisamente por esto que la democracia es una posibilidad remota. La posibilidad de un sistema democrático amenaza demasiados intereses económicos y políticos. Los que tienen poder político y económico han demostrado que prefieren una lucha a muerte –o hasta matar– antes que perder estos intereses. La nueva Ley de Seguridad Nacional no ha sido solamente utilizada para arrestar y acusar a los protestantes por sus proclamas, sino también para descalificar a candidatos, que no podrán presentarse a elecciones al legislativo y, aún más radicalmente, para arrestar bajo sospecha de “incitar al separatismo” a cuatro adolescentes que habían formado un grupo independentista antes de la entrada en vigor de la ley.
Este es el mundo feliz que habitamos a día de hoy. Bernie Sanders lo denomina “nuevo eje autoritario”, en el que demagogos, desde Hungría a los Estados Unidos, sacan ventaja de discrepancias para reforzar su poder y para continuar con estrategias de concentración económica y de acumulación de riqueza. Líderes nacionales alrededor del mundo no solamente están utilizando, cada vez más, medidas autoritarias que consolidan su poder –desde la anulación de normas democráticas a la represión de la prensa o la libertad de expresión–sino que también están usando el Estado para crear condiciones favorables para ciertos intereses económicos. Discernir entre las tareas del gobierno y los intereses que benefician a sus líderes –tanto los elegidos democráticamente como los que se proclaman líderes a sí mismos– y a sus acólitos se está convirtiendo en una tarea imposible. La convergencia entre las élites políticas y económicas no es, ciertamente, una cosa nueva, pero a día de hoy es apabullantemente manifiesta. Este es el mundo forjado por el neoliberalismo.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en la revista Boston Review.
Traducción de Joan Vicens Sard.
Macabe Keliher es profesor adjunto de Historia en la Southern Methodist University en Dallas (Texas) y doctor por la Universidad de Harvard. Es autor del recientemente publicado The Board of Rites and the Making of Qing China (University of California Press, 2020).