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TENGÁMOSLO CLARO: LA SALUD TAMBIÉN ES POLÍTICA

Duval

Fuente: Cronica de Clase

La pandemia de COVID-19 ha adquirido unos tintes alarmantes. Aún así, es posible que en el terreno sanitario todavía no seamos plenamente conscientes de sus consecuencias. No se trata solo de que los casos crezcan fuera de control, sino de que la llegada del frio del invierno hace temer que su virulencia esté aún por ser comprobada. Pero es que, además, al concentrar en la lucha contra el virus los escasos recursos económicos, materiales y humanos disponibles tras años de falta de inversión y recortes, se ha dado lugar a que la sanidad pública se haya visto obligada a dejar a un lado la atención temprana y el diagnóstico adecuado de enfermedades no relacionadas con el coronavirus. Las enormes dificultades para obtener cita o acceder a pruebas y análisis, los dudosos diagnósticos telefónicos o el propio miedo de los pacientes a acudir a un centro de salud que se ve como un foco de infección, está socavando el pilar más importante de la sanidad: la prevención y el diagnóstico temprano. Aunque todos lo intuimos, la magnitud del problema solo se puede calibrar a día de hoy desde dentro. Así, los médicos especialistas comentan preocupados entre ellos cómo en este año 2020 apenas les han llegado pacientes nuevos con patologías frecuentes en cualquier otro año. Muchos de esos pacientes, cuando el año que viene acudan a las consultas ante el agravamiento de sus síntomas, pueden descubrir que su enfermedad ha sido diagnosticada demasiado tarde. De esta manera, para conocer de verdad el sufrimiento que va a dejar la pandemia tras su paso, no bastará con despejar el interrogante acerca de su letalidad y sus secuelas, sino que será necesario incluir a todos aquellos que, desde hace meses y por un período indefinido de tiempo, se vean afectados por una atención inadecuada de otras muchas enfermedades.

Y en el terreno económico las cosas marchan igual de mal. Si hace cuatro meses había quien albergaba esperanzas de una remontada en forma de V, en estos momentos esa perspectiva se ha desvanecido. La triste realidad es que todavía no sabemos siquiera cómo de profundo será el pico de la uve. La actividad económica no va a remontar mientras no se vislumbre cierto dominio médico sobre la enfermedad. Las empresas recurrirán a los despidos y a los EREs definitivos de sus empleados fijos, y a la no renovación de temporales y eventuales. Y al igual que el gasto en mano de obra, se contraerá la inversión mientras no haya perspectiva de beneficio. De esta manera, la imposibilidad de gastar de los desempleados -o el miedo de los que lo ven venir-, y la falta de incentivo de los capitalistas se suman para garantizar que va a continuar cayendo la producción tanto en el área de los bienes de consumo como en la de los bienes de capital. En contra de lo afirman los economistas “progres” -bien es verdad que con la boca pequeña-, la capacidad de estímulo monetario de los bancos centrales se demostrará una vez más impotente ante la ausencia del único estímulo que de verdad mueve al modo de producción capitalista: la perspectiva de beneficio.ADVERTISEMENTREPORT THIS AD

El problema es que el hecho de que la actividad económica no pueda remontar no quiere decir que se vaya a quedar congelada en su estado de marzo de 2020, esperando que llegue el deshielo de la vacuna para resurgir tal cual se encontraba en aquel momento. Las empresas que ya tenían problemas de viabilidad o de deudas en aquel entonces lo van a tener muy difícil para sortear este período cuanto más se prolongue. Son las llamadas empresas “zombis”, y en la última negociación para la prolongación de las ayudas gubernamentales en forma de ERTES se estableció un tenso debate entre distintos grupos dentro de la patronal para dilucidar si merecía la pena seguir destinando ayudas a estas empresas o si era preferible dejarlas caer para concentrar todas la ayudas en las más rentables. Por otro lado, el empuje de los modelos de negocio más operativos en una situación como la actual hace prever que, con o sin fin de la enfermedad, la adaptación de la economía a la nueva realidad va a ser muy traumática para decenas de miles de trabajadores y pequeños empresarios. Así, podemos ver los ejemplos de los ERES en la banca mientras se asegura su solvencia o el cierre de 300 tiendas físicas de Inditex en nuestro país. Por último, pero no menos importante, los trabajadores tenemos que recordar las lecciones de la última crisis que nosotros nunca dejamos atrás: cuando los capitalistas anuncien que por fin han iniciado su recuperación, todavía quedará un número indeterminado de años hasta que las migajas nos alcancen a nosotros en forma de aumento en el número de empleos inestables y mal pagados.

Sin embargo, aunque la crisis sanitaria y económica se profundizan a la par, sería una ingenuidad pensar que todo el mundo entiende que ambas deban ser enderezadas simultáneamente. Todos lo intuimos: es posible que determinadas medidas que hubiera que tomar para fortalecer la gestión sanitaria mientras no haya vacuna, choquen de frente con los intereses de nuestro modelo económico. Si, como hemos afirmado unas líneas más arriba, la economía solo se pone en marcha ante la perspectiva de un incremento de capital, debemos preguntarnos cómo se resuelven los conflictos entre los aspectos sanitario y económico de esta inusual crisis capitalista.

Solo hay una respuesta a esta pregunta dentro del modo de producción capitalista: la lógica del capital dicta que, en última instancia, siempre se impondrá la necesidad de obtención de beneficio de los poseedores de los medios de producción. El mecanismo por el que ambas fuerzas resuelven el conflicto es muy básico. Empujando en una dirección, el incremento de muertes y enfermedades en el lado de los trabajadores puede llevar a que el riesgo de estallido social haga imposible aspirar a más ganancias en el bando del capital. Pero, actuando en sentido contrario, podremos ver cómo los cierres de empresas y los despidos aumentarán el desempleo y el miedo, hasta generar la masa crítica de trabajadores que estén dispuestos a trabajar sin las condiciones sanitarias y con el nivel de explotación que hagan atractiva la inversión de capital. Todos sabemos que, en un conflicto de este tipo y con nuestro nulo nivel de organización actual, las dos fuerzas no se van a equilibrar en ningún punto que consideremos mínimamente deseable para los intereses de nuestra clase.

Así pues, no estamos hablando de una cuestión de personalidades o de sensibilidades de liderazgo, no se trata de una cuestión de políticos buenos frente a políticos malvados, de corderos y lobos. Bien es cierto que en esta situación excepcional se han destacado determinados personajes mesiánicos o carentes de empatía (a la vez que algunos políticos menos curtidos se han desmoronado al enfrentarse a las consecuencias de sus decisiones). Pero la realidad es que, más allá de las medidas destinadas a los titulares de los periódicos, más allá de la palabrería y los gestos, el paso de los meses ha puesto de manifiesto que los gobernantes “protectores” no disponían de un plan que no haya terminado en la práctica en la misma situación que defendían los “despiadados”. Ni Merkel, ni Sánchez, ni el kirchnerismo están a día de hoy sosteniendo medidas que difieran en la práctica de las que llevan a cabo Johnson, Ayuso o Bolsonaro. Con el agravante de que ahora somos plenamente conscientes del coste en vidas humanas que supone el modelo defendido por estos últimos. El motivo es muy simple: ningún político que asuma la gestión de una economía capitalista puede escapar por largo tiempo de la lógica implacable del mercado.

Por desgracia, cuando intentamos entender lo que ocurre en economías del tamaño de un Estado moderno, no es fácil darse cuenta de esta similitud de fondo. Las especificidades de los capitales locales, de la especialización en determinadas ramas de la producción, etc., afectarán a la forma de gestionar la pandemia hasta hacernos pensar equivocadamente que las respuestas se basan en personalismos, talantes, “frugalidades” o estereotipos nacionales.

A modo de ejercicio vamos a plantearnos una serie de preguntas básicas, pero en lugar de intentar responderlas en base al carácter del dirigente de turno o a las costumbres de la ciudadanía, vamos a ver por qué ese dirigente debe articular una respuesta concreta en base a las condiciones materiales a las que se enfrenta. Las propias costumbres sociales, que se utilizan sin cesar para cargar a los individuos con la responsabilidad antes las crisis, son en la inmensa mayoría de los casos inseparables del tipo de producción al que se ven abocados para ganarse el salario.

Así, podemos preguntarnos: ¿Por qué se dispara el coronavirus imparablemente en una segunda ola pero comienza primero y con más fuerza en España? ¿Por qué el confinamiento más prolongado de Argentina tiene tan poco efecto? ¿Por qué un país tan poderoso como los Estados Unidos opta por dejar al virus campar a sus anchas mientras Alemania lo controla con aparente poco esfuerzo?

Busquemos las pistas en algunos datos sencillos.

Decíamos hace año y medio en nuestro último contexto económico y social que la leve recuperación económica iniciada en 2013 se había prolongado en el tiempo gracias a tres factores: uno externo y dos internos. El externo se refería a los bajos precios internacionales de la energía y de las materias primas (que nuestro país no produce). Los dos factores internos fueron, por un lado, lo propicio de la situación internacional para nuestro sector turístico y, por otro, la recuperación del consumo interno tras el parón de más de cinco años desde la crisis de 2007. Es decir, excluyendo lo favorable de los precios de las materias primas, nuestra economía se estaba sustentando en el turismo y el consumo interno. Eso explica a) que la expansión de una epidemia derribe de golpe los dos pilares que sustentaban la actividad, dejando a nuestra economía moribunda; y b) los políticos se vean obligados a sacrificar la protección de la salud como único medio de evitar una crisis capitalista aún mayor. Para hacernos una idea, el consumo de los hogares pesaba en los últimos años alrededor de un 58% del PIB, mientras que el turismo internacional aportaba otro 5,5%. Es decir, la pandemia ha tocado de lleno a casi dos terceras partes del PIB de nuestro país.

En los Estados Unidos, el consumo de los hogares ha representado el 68% del PIB desde la crisis de 2008. Lejos quedan los años dorados de la posguerra en los que el liderazgo mundial de su industrial reducían ese porcentaje en más de diez puntos. Siendo Donald Trump un representante de la clase capitalista norteamericana más centrada en los negocios locales, es lógico que represente unos intereses de pequeños empresarios, de sectores como la restauración, el turismo, el comercio, etc., y que el tratamiento de la pandemia que defienda sea el que más protege los intereses de ese tipo de empresarios.

En el polo opuesto nos encontramos con Alemania, donde el consumo de los hogares no representa más que el 52% del PIB, y Holanda, donde solo supone el 43%. Es decir, en estos países la economía no es mayoritariamente dependiente de actividades cara al público, restauración, turismo, etc., sino que se concentra en sectores de alto valor añadido, más tecnificadas y más fáciles de organizar a nivel de seguridad.

Por eso, echar la culpa de la propagación de la enfermedad a un supuesto “carácter local” o a la seriedad y frugalidad de unos frente a la informalidad y la falta de previsión de otros no es más que poner el arado delante de los bueyes. O dicho de una forma más técnica, es anteponer una concepción idealista a una material. Si un alto porcentaje de los capitalistas alemanes puede organizar la producción con un mayor recurso al teletrabajo es porque en gran medida están especializados en sectores que se prestan a ello. Sin embargo, si en España se levantan todas las restricciones de forma prematura en junio es porque teníamos paralizado un porcentaje más alto de la economía que en los países de nuestro entorno, debido a nuestra mayor dependencia del turismo, de las pequeñas y medianas empresas poco tecnificadas, etc. O, sin abandonar nuestro país, si las actividades agrarias requieren poner a trabajar en condiciones inhumanas a miles de inmigrantes -en muchos casos ilegales- mientras malviven y se contagian en chabolas improvisadas, es porque la actividad agrícola es un sector de bajo valor añadido que a día de hoy debe competir en el mercado mundial con los niveles de sobre-explotación de países más atrasados que los europeos.

Pero, llegados a cierto punto, se agota el recorrido de estos factores diferenciales. Cuando la duración de la pandemia y, por tanto, de la incertidumbre económica que trae aparejada, se prolonga más de lo que cualquier variante capitalista puede permitirse, empezamos a ver cómo el “buen rollo” empieza a perderse en todas partes, incluida Alemania. No queremos quitarle a Isabel Díaz Ayuso el valor de haber asumido el papel más desagradable, dando la cara por el capital local, pero no vamos a caer en el error de criticarla en base a maldad, ineptitud o cortedad. Todo lo contrario, la señora Díaz está haciendo su trabajo y representando los intereses que la han puesto ahí de la mejor manera posible. Está defendiendo sibilinamente la acción desatada del mercado, y está embarrando la cancha de tal forma que permite al resto del espectro político esconderse tras la discusión con ella para no tomar medidas reales. Isabel Díaz y su núcleo de confianza se han destacado como los más firmes defensores de la clase para la que trabajan: impulsaron la cartilla covid para intentar convertir en un mérito el haber pasado la enfermedad; se han mantenido en el ahorro estricto de costes sanitarios y sociales, impertérritos ante las muertes que se multiplicaban bajo su mandato; han bloqueado la adopción de cualquier medida de contención con el ánimo de normalizar la enfermedad como parte de nuestra vida diaria. Todo ello con la intención de resolver el conflicto que planteamos al principio del texto. Es decir, con el ánimo de quitar de la ecuación la búsqueda de la salud general, sacrificada en pos del beneficio privado.

Pero si la Comunidad de Madrid ha optado por ser quién abandere en España la postura más descarada del “dejemos que el mercado gestione la situación”, el Gobierno de Pedro Sánchez ha encontrado en la pandemia la excusa perfecta para representar el papel del “yo no quería pero la situación me obliga”. No nos van a engañar. Las modificaciones al sistema de pensiones acordadas dentro del Pacto de Toledo (y aplaudidas por la derecha) ya figuraban en los planes del ejecutivo en funciones que denunciamos antes de la pandemia e incluso antes de las elecciones. Lo mismo ocurre con los planes para la separación de fuentes en la Seguridad Social, dejando las pensiones no contributivas como una “gracia” que concede el Estado, siendo el primer paso en su separación de los derechos del trabajo. En esa misma línea se mueve un hijo inesperado de la pandemia: el Ingreso Mínimo Vital que, dentro de las ayudas no contributivas, apunta a convertirse en el mísero estándar de supervivencia al que queden relegados todos aquellos trabajadores y trabajadoras que agoten una prestaciones contributivas cada vez más inalcanzables y breves. Al Gobierno se le acaban los fuegos de artificio, en pocos meses se agotarán los fondos para mantener los ERTEs, o bien el cierre de las empresas que no puedan aguantar los hará innecesarios. Desde que en junio decretaron el desconfinamiento más apresurado de nuestro entorno europeo, presionados por la necesidad de reactivar el sector turístico de temporada, su relajada gestión de la pandemia demuestra que tienen la misma visión que la Comunidad de Madrid acerca de lo que el capital necesita para poder recuperarse. Ya escribimos en el mencionado texto de 2019 que el PSOE ha demostrado sobradamente su capacidad para defender los intereses del capital. Lo están demostrando ahora y posiblemente en breve les veremos avanzar por esa senda con más prisa aún.

Pero en esta lucha por reactivar el beneficio, todos ellos por igual necesitan que normalicemos la enfermedad. Por supuesto, no hablamos de dedicar más recursos a hacer más segura la convivencia con ella, no. Eso supondría detraer beneficios en forma de impuestos. Lo que necesitan es que salgamos a la calle a pecho descubierto como si no pasara nada. Así, los sanitarios ya no son dignos de aplausos, sino que su exposición y su sobre-explotación se han convertido en el nuevo estándar laboral que se espera de ellos. A los profesores no se les ponen más aulas, ni más compañeros de apoyo, ni siquiera medios técnicos para el trabajo remoto, sino que se les hace responsables de la salud, la educación y las telecomunicaciones de los cientos de alumnos a su cargo. En fin, a los trabajadores en general se nos mete en metros atestados y con frecuencia de paso reducida, se nos envía a trabajar sin más protección que rayitas y flechas dibujadas en el suelo por aquí y por allá, y a la vuelta se nos encierra en casa de noche y en fines de semana para intentar mantenernos en condiciones de explotación el mayor tiempo posible. Si en nuestra casa atestada contagiamos al abuelo, total, ya no era productivo. El colmo de la naturalización lo representa el capital que respalda a Vox. Para este tipo de empresarios, la propia mascarilla es una molestia, pues nos recuerda constantemente que vivimos una situación excepcional. Para ellos deberíamos ir sin mascarilla y despreocupados, consumiendo en tiendas y bares como si no pasara nada, haciendo lo que nos mande el patrón sin incordios como exigir EPIs ni perder tiempo en cumplir protocolos. Por lo pronto, ya han conseguido entre unos y otros que, de considerar hace dos meses como umbral de riesgo los 100 infectados por cada 100.000 habitantes, ahora estemos manejando el nivel de los 500 como si no pasara nada, y nos estemos planteando el nivel de los 1.000 antes de decidir si hay que tomar medidas serias.

Vemos así que la lógica y la organización del capital lo abarca todo en su aparente desorden. Cuentan con todo el espectro político parlamentario trabajando a su favor. Desde los infiltrados de la Unión Europea en el Gobierno, la ministra Calviño y el ministro Escrivá, pasando por el ala centrista del PP, hasta llegar a los exaltados estandartes del libre mercado de la Comunidad de Madrid. Todo ello salpimentado con los progres de Unidas Podemos queriendo subir los impuestos de las hamburguesas y los chiflados de Vox, que confían más en el poder profiláctico de la tela de la bandera que la de las mascarillas.

Sin embargo, del lado de los trabajadores llevamos décadas sin el nivel mínimo de organización que nos capacite para ejercer el más mínimo contrapoder. No por casualidad son los mismos años en los que se ha llevado a cabo una ofensiva de desmontaje sistemático de las protecciones que con anterioridad habíamos conseguido levantar en el derecho laboral, mediante las prestaciones sociales, etc. Si en los diez últimos años de crisis ese desmontaje se había acelerado, la cosa pinta aún peor en la prolongada crisis que previsiblemente nos va a dejar la pandemia. Ya empiezan a manifestarse conflictos, y en los próximos meses la escalada se prevé abrumadora. Pero mientras enfoquemos cada conflicto con una perspectiva particular o parcial no vamos a conseguir nada, y menos en el escenario que se avecina en los próximos meses, en los que la doctrina del shock se va a imponer con toda su fuerza.

A través de un proceso de largo recorrido se ha conseguido imponer en la mente de los trabajadores la creencia de que no es lícito que pretendamos ejercer una acción política directa. Hemos caído en el error de confiar nuestros intereses en el sindicato de concertación, en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o, ahora, en los “expertos” que escriben en la revista médica “The Lancet”, como si el hecho de que el que escriba sea médico no sea compatible con un interés en desmantelar la sanidad pública. La acción directa de los trabajadores organizados en la lucha política no solo no es nada incorrecto, sino que es algo totalmente necesario, y no hay más que recurrir a situaciones de nuestro día a día para comprenderlo:

  • Cuando un pueblo no cuenta con una residencia de ancianos pública cercana, puede ser un conflicto local, pero cuando nuestros mayores enferman y mueren por miles ante un brote epidémico, es una lucha política.
  • Cuando un grupo de empleados públicos de una entidad local o regional demandan más medios, puede ser un conflicto laboral, pero cuando ochocientos mil trabajadores que encadenan contratos temporales en las administraciones pueden ser despedidos, eso es un conflicto político.
  • Cuando una empresa tiene un conflicto particular, los trabajadores afectados pueden desarrollar una lucha económica, pero cuando todos los sectores de la economía comienzan a generar despidos y bajar salarios, la lucha se convierte en una lucha política.
  • En fin, cuando un barrio demanda un centro de salud, puede ser una lucha vecinal, pero cuando está en juego la vida o la muerte de ciento cincuenta personas contagiadas cada día en todo el país, es una lucha política.

El Espacio de Encuentro Comunista (EEC) demandó hace unas semanas la necesidad de unificar las luchas que se avecinan. Adjunta una lista de reivindicaciones muy concretas y muy comprensibles que millones de trabajadores entenderán perfectamente. En estos momentos en los que están en juego nuestra vida y nuestro trabajo solo tenemos la opción de organizarnos como clase y elevar nuestras demandas al nivel de la lucha política. La lista presentada por el EEC es un buen punto desde el que partir.

MC

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