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Vigilancia, rabia blanca y el fin de la empatía

John G. Russell

Fuente: Rebelion

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

¿Por qué me tratan así?” –Teniente del ejército de EE.UU. Caron Nazario

¿La policía? No es más que una máquina que ejecuta las órdenes que le llegan por los cables. Como una aspiradora que absorbe todo lo que tiene por delante, todo lo que es lo bastante pequeño”. –Philip K. Dick, Humpty Dumpty in Oakland

El racismo no está empeorando, simplemente ahora está siendo filmado” –Will Smith

En Virginia agentes de policía blancos retuvieron al teniente afrolatino del ejército Caron Nazario a punta de pistola, lo rociaron con gas pimienta y lo sacaron del coche por una presunta infracción de tráfico, advirtiéndole de que estaba “ganado puntos para la silla eléctrica”. En Luisiana la policía golpeó, pateó, electrocutó y finalmente ahogó a Ronald Green, un hombre negro desarmado (1), a pesar de que este les dijo estar asustado y les pidió disculpas por haberles obligado a perseguirle durante una milla. En Nueva Jersey, el agente Spencer Finch abofetea, golpea y finalmente da un rodillazo en la cara de un hombre negro que está en el suelo, reducido y esposado por la espalda. En Colorado, el agente Austin Hopp disloca el hombro y rompe el brazo de Karen Garner, una frágil señora de 73 años que sufre demencia. Durante un control rutinario de tráfico, un policía de Carolina del Norte saca de su coche a Stephanie Bottom, una mujer negra de 68 años, tirándola del pelo y la arroja al suelo rompiéndola el músculo del hombro. La policía de Maryland dispara con una pistola láser y golpea con las rodillas a un grupo de adolescentes negros por vapear cigarrillos electrónicos. En Baton Rouge, Luisiana, la policía registra y desnuda en público a una joven negra de 23 años y a su hermano de 16 en su “guerra contra las drogas”. En otro control de tráfico en Texas, los agentes de policía sujetan en el suelo a Charnesia Corley, una mujer negra, mientras una agente le introduce los dedos en la vagina buscando marihuana. La serie de abusos es interminable. En otro control de tráfico, cuatro policías de Illinois desnudan a la fuerza a una mujer blanca para registrarla. En Dallas, los policías se ríen y bromean mientras un hombre blanco al que han reducido muere en custodia.

Las grabaciones de estos incidentes con cámaras ajustadas a la cabeza, teléfonos móviles y cámaras en los coches (dashcam) muestran que algunos policías se divierten tratando con crueldad a aquellos que supuestamente han jurado proteger. Tras el arresto de Bottom, uno de los agentes felicita a sus colegas por el “trabajo bien hecho”. Otro presume entre risas: “Me quedé con un puñado de sus rastas”. Otros disfrutan revisando la grabación de su brutalidad gratuita: “Es como la tele en vivo”. “Las grabaciones de cámaras en la cabeza son mis favoritas. Podría estar mirándolas todo el día”, confesaba Daria Jalali, la compañera de Hopp mientras disfruta revisando las grabaciones de la cámara de Hopp en las que maltrata a Garner junto a otro agente de policía.

Hopp apenas demoró 30 segundos en atacar a Garner; al agente Timothy Loehmann le bastaron dos segundos para disparar y matar a Tamir Rice, un muchacho de 12 años; a Derek Chauvin le costó nueve minutos y 29 segundos asfixiar hasta la muerte a George Floyd. Loehmann estuvo a punto de ser contratado por otro departamento de policía después del incidente, pero fue rechazado por mentir en su solicitud de trabajo y nunca fue acusado ante un tribunal. Lo mismo puede decirse de los agentes implicados en la muerte de Breonna Taylor, que murió tras una descarga de fuego de 12 segundos, durante la cual la policía realizó 32 disparos contra su apartamento, seis de los cuales alcanzaron y mataron a Taylor. Ninguno de los agentes fue acusado de asesinato.

Hopp y Jalali, los agentes que se divertían maltratando a Garner, han sido acusados y están a la espera de juicio. Chauvin fue sentenciado a 22 años y medio de prisión, aunque la acusación solicitó 40. La lección es esta: si vas a tratar con brutalidad o a matar a alguien frente a una cámara, hazlo rápidamente o atente a las consecuencias.

Para Jeremy Bentham, el reformador social inglés del siglo XVIII, la vigilancia –en la forma de panóptico, el sistema de vigilancia por él ideado que situaba al prisionero y al carcelero bajo observación– era “un molino para convertir en honestos a los canallas” (2). El diseño arquitectónico de este sistema permitía que un solo guardia vigilara a los reclusos que, al creer que en todo momento podían ser observados, modificaban su comportamiento aunque no lo estuvieran siendo. Para asegurar el tratamiento correcto de los reclusos, el público podía observar el comportamiento de los guardias.

Las modernas tecnologías de vigilancia han superado con creces el alcance del voyerismo reformador de Bentham, pero no han conseguido modificar el comportamiento. Como he escrito en otra parte, aunque dichas tecnologías han acumulado un archivo digital de la brutalidad policial que no para de aumentar, no han conseguido reducir esta ni han servido para perseguir penalmente a sus autores. Según una investigación realizada en Washington D.C en 2017 y citada por la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), las cámaras policiales no han reducido la mala praxis policial. Según otros estudios, las grabaciones de estas cámaras eran más utilizadas para procesar a civiles que a policías.

En lugar de convertir en honestos a los canallas, a juzgar por el incidente de Hopp y Jalali, la vigilancia masiva se ha convertido en una fuente de diversión para ellos. Además, la omnipresencia de la tecnología ha estimulado a la policía a idear maneras de esquivarla. Actualmente la policía diestra en redes sociales saca rápidamente sus propios teléfonos móviles para escuchar música con copyright cuando los testigos intentan grabar su mala praxis y evitar que los videos sean colgados en YouTube e Instagram, pues el uso de música protegida por derechos de autor puede disparar un algoritmo que les borra automáticamente. El hecho de que los departamentos de policía permitan a sus agentes utilizar esta forma de censura es buena muestra de lo seriamente que piensan implementar su “reforma” policial (tal vez se lo tomarían más en serio si los músicos y las compañías musicales propietarias de los derechos de autor anunciaran que demandarán a los agentes de policía que recurran a dicha práctica y a los departamentos de policía que la consientan).

Los defensores de la reforma de la policía sostienen que el problema reside en la pobre o inexistente formación. Son incapaces de reconocer que la raíz del problema es la falta de empatía humana. La ausencia de empatía es una señal del psicópata, del autómata, del gólem que se vuelve en contra a quienes supuestamente debe servir y proteger, el epigráfico Roombacop descrito por Philip K. Dick. En la película de ciencia ficción Blade Runner se utilizan “test de empatía” para detectar a los falsos replicantes; tal vez esos test deberían emplearse también en la policía para erradicar a los psicópatas de sus filas. Si se hiciera, quizá no sería necesario recortar los presupuestos policiales puesto que el número de agentes se reduciría sin necesidad de amortizar puestos.

No es que la policía carezca por completo de empatía pero, cuando la muestra, esta no tiende a fluir hacia las víctimas negras y mestizas de abusos sino hacia sus agresores blancos, como ocurrió recientemente cuando la policía que acudió en respuesta a la agresión de una mujer blanca contra una cliente negra en una tienda de Victoria’s Secret puso más interés en apaciguar a la agresora que en arrestarla. Si la situación hubiera sido la inversa, probablemente habrían mostrado menos comedimiento. No solo la policía habría respondido de manera diferente, sino que los clientes blancos no habrían permanecido impasibles ni habrían dicho a la víctima, no a la agresora, que abandonara la tienda (3).

Todo esto sugiere que el déficit de empatía no es exclusivo de los cuerpos de policía. Resulta simplista atribuir dichos abusos a cierto tipo de “cultura policial” particularmente sádica. Es más factible que refleje la naturaleza cotidiana de la crueldad estadounidense que ejerce un dominio sobre la nación tan implacable como las llaves de estrangulamiento aplicadas por la policía. Los teléfonos móviles, las redes sociales e internet nos bombardean a diario no solo con escenas de sádica brutalidad policial, sino también de erráticos hombres y mujeres blancos que se creen con derecho a privilegios, psicópatas con ropa de paisano que consideran amenazante a la gente de color y utilizan la amenaza de la violencia policial para intimidarles y controlarles. Las redes sociales y los medios generalistas les llaman “Karens” y Kens” o les otorgan apodos que combinan nombres falsos con los de la localidad real donde se produjeron sus agresiones. Pero esos calificativos hacen un flaco servicio a sus víctimas al trivializar la beligerancia de sus atormentadores y presentarla como un divertido entretenimiento, carne de Twitter y carroña para los buitres de Hollywood.

¿Era Carolyn Bryant, la mujer blanca cuyas mentiras llevaron al asesinato de Emmett Till, una Karen? ¿Lo era Susan Smith? (4) ¿Era Charles Stuart un “Ken”? ¿Y qué hay de las personas de color involucradas en agresiones motivadas por odio étnico? ¿Es Miya Ponsetto, que se considera a sí misma portorriqueña (“Yo también soy una persona de color, así que no puedo odiar a los negros”), una Karen? ¿Lo es su doble, otra latina que pasa por blanca, Liz de la Torre? ¿Deberíamos otorgar los mismos epítetos a los negros que agreden física o verbalmente a personas asiáticas u otras no negras? (5)

Etiquetas aparte, las personas que cometen o consienten abusos raciales no pertenecen a una sola raza, etnia o género. Joe Gutiérrez, el policía que pulverizó gas pimienta en la cara de Nazario es un latino blanco. Uno de los agentes que participó en el cacheo sin ropa de Luisiana es negro. Los asesinos de uniforme de Freddie Gray son negros y blancos. Las dos agentes femeninas que abusaron sexualmente de Charnesia Corley son también blanca y negra. Los tres policías cómplices del asesinato de Chauvin por parte de George Floyd son un blanco, un negro y un asiático. Esta no es la clase de diversidad de la que Estados Unidos debería estar orgulloso.

Sería igualmente simplista atribuir dichas conductas al miedo a las personas negras que las reduce a seres descomunales, bestias furiosas que constituyen una amenaza tal para la policía que esta se ve obligada a hacer un uso excesivo de la fuerza para reducirlas o, si esto no es posible, dispararlas o asfixiarlas en defensa propia. No obstante, este mito del coco negro, furioso e incontrolable, es lo suficientemente convincente para que los jurados puedan convencerse fácilmente para no encausar a los policías que maltratan o matan a personas negras.

¿Y qué hay de los civiles blancos? ¿Acaso un temor similar por su propia seguridad es la causa de su mala conducta? Las pruebas sugieren lo contrario. Estas personas más bien personifican la rabia blanca (que les lleva a gritar insultos racistas, encararse con las víctimas golpeándolas con el pecho o incluso mostrarles las nalgas en señal de desprecio) reproduciendo su propia versión de las agresiones negras, proyectándolas en los blancos de su ira, pero sin afrontar las a menudo letales consecuencias que resultarían de dichos actos si ellos fueran negros. A continuación algunos ejemplos grabados por cámaras de dichas conductas:

  • Una maníaca blanca que pasea ilegalmente a su perro por el Central Park de Nueva York llama al [teléfono de emergencias] 911 para denunciar a un hombre que observa pájaros, y amenaza con decir a la policía que él la ha amenazado cuando le comenta que debería llevar a su perro atado.
  • En Detroit una mujer blanca impide físicamente a una familia negra que salga de su plaza de aparcamiento.
  • Hombres blancos interrogan a un repartidor negro y le impiden que salga de una urbanización privada en Oklahoma City.
  • En Misuri una mujer blanca impide a un hombre negro entrar a su edificio de apartamentos. Cuando el hombre consigue pasar, ella se sube sola con él en el ascensor y le sigue hasta la puerta de su apartamento para comprobar si es realmente su piso.
  • En Los Ángeles una mujer blanca reprende a un repartidor negro y le impide entrar en un edificio de apartamentos mientras le dice: “Este es mi edificio… No me gusta usted. No le quiero aquí. No quiero que esté aquí en absoluto”.

Por último, en Nueva Jersey, durante una disputa con una vecina negra, Edward Cagney Mathews, el típico ejemplo de bravucón que personaliza la rabia blanca, se jacta de que es narcotraficante, ha estado varias veces en la cárcel y tiene amigos en la policía, y la reta a que les llame, puesto que “no obtendrá ninguna ayuda de los polis porque ellos son mi gente”. En otro incidente (o deberíamos llamarlo un nuevo episodio de “El audaz intolerante”), Mathews llama “mono” a un vecino negro frente a su casa, le lanza una sarta de insultos racistas y, tras anunciar públicamente su propia dirección a los testigos de su bronca, les desafía a que “vayan a verle”. Un oficial de policía que acude al lugar, presumiblemente uno de los que Mathews considera “mi gente”, se limita a pedirle que se vaya a casa, como si no fuera más que un chiquillo malhumorado. A los pocos días, un grupo de unas cien personas de diversas razas se manifiesta frente a su casa lo que da pie a que la policía finalmente le detenga.

Todos estos actos no están motivados por el miedo. Son reflejo de una conducta de quienes presumen de estar por encima de la ley; de miembros del Ku Klux Klan que han cambiado sus capuchas puntiagudas y ropajes blancos por camisetas informales (con el rostro de Yoda, nada menos) y mallas; de quienes anhelan que Estados Unidos vuelva a ser un país racista con ciudades con toque de queda para los negros.

Solo la vigilancia no convertirá en honestos a los canallas, pero las movilizaciones populares ayudan a hacerles responsables de sus actos, eso sí, siempre que queden grabadas, se cuelguen en las redes sociales o en YouTube y pasen a ser parte de la interminable “conversación crítica” de EE.UU. sobre el racismo. Las conversaciones, en todo caso, no desembocan necesariamente en conversiones. No cuando falta la empatía, por desgracia muy escasa.

Notas:

  1. En mis referencias a las personas negras en este artículo, he decidió no “capitalizar” el término “negro” hasta que se produzca una sustantiva transformación de las fuerzas policiales y el sistema de justicia penal estadounidenses que dé como resultado la persecución criminal de aquellos que hacen un uso excesivo de la fuerza y se produzca una reducción cuantificable y a largo plazo del número de asesinatos policiales y de deshumanización de las personas negras.
  2. Jeremy Bentham, The Works of Jeremy Bentham, volume 10, Correspondencia (Edimburgo, William Tait, Prince Street, 1842, p. 226).
  3. Ijeoma Ukenta, la víctima de esta agresión, ha narrado el incidente y el modo en que la impactó en una serie de videos colgados en YouTube en Mama Africa Muslimah.
  4. O, por ende, Patricia Ripley e innumerables otros.
  5. Aunque todas las referencias vinculan a noticias de prensa y, sobre todo, grabaciones amateur en lengua inglesa, he respetado los vínculos pues reflejan con pruebas gráficas los argumentos que sostiene el autor (N.d.T.)
MC

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